Levantémonos, pues, de una vez; la Escritura nos espabila diciendo: «Ya es hora de despertarnos del sueño» [Rm 13,11], y abiertos los ojos a la luz deífica, con admirados oídos escuchemos lo que nos advierte la voz divina que diariamente clama: «Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones» [Sal 95(94),8]. Y también: «Quien tenga oídos para oír, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» [Ap 2,7; cf. Mt 11,15]. ¿Y qué dice? «Venid, hijos, escuchadme; os enseñaré el temor del Señor» [Sal 34(33),121]. «Corred mientras tenéis luz, no os sorprendan las tinieblas de la muerte» [Jn 12,35].
Dada la urgencia escatológica en que nos situaba la anterior afirmación de la Regal, S. Benito, con un trenzado de citas del Nuevo y Antiguo Testamento –la unidad de la revelación queda patente–, nos pone ante la apremiante invitación de la Escritura. Unas y otras se van intercalando en un crescendo. Desde la inicial modorra, hasta acabar en presurosa carrera. Se trata de una gradación, una escala.
No hay que ir posponiendo uno y otro día la respuesta radical al evangelio, la tibieza está en la demora de la rotundidad del sí. El sueño es imagen de vida disminuida, quien duerme no está muerto pero no vive en plenitud, mientras que la vigilia es imagen de vitalidad plena. Y mientras se duerme se sueña, se cree que es real lo que no lo es, lo que al contacto con la realidad se desvanece, muestra su vanidad. Así los hombres no conocen la realidad, sino que ésta está velada por su interpretación del mundo, está deformada por la valoración que recibe desde sus afecciones desordenadas, los pensamientos (logismoi) enmascaran la realidad, la cubren y ocultan, y, en ella, las realidades. Despertar es salir de los ensueños, es poner la atención en la verdad. Y ello, claro, supone la purificación de todo aquello que vela la luz.
Y abierta nuestra atención, la perceptibilidad de la fe, a la luz deífica, no simplemente a la inteligible luz de la realidad, en que nuevas se captan todas las realidades, ahí, en el ámbito del misterio divino, con los oídos atónitos por esta vivencia de gloria divina, límpidamente, sin distorsiones, podemos prestar nuestra escucha a la voz divina que en él suena. Palabras que diariamente llaman, uno y otro día, todos los hoyes; hay que permanecer ahí, en el ámbito del misterio divino, en la pureza de la inteligencia creyente o fe inteligente.
Y para permanecer no hay que salir. Por ello, se nos llama a no endurecer el corazón, a no desviar esa atención de nuevo por los afectos desordenados. Para quien no haya llegado a esa pureza del corazón, la llamada es a seguir purificándolo de toda afección desordenada.