El ángel del Señor me envuelve entre sus alas y me traslada a:
Nuremberg 5 de Septiembre en el año del Señor de 1933. Alemania está gobernada por la esperanza, por la ilusión… por la soberbia.
A mi lado un padre y un hijo vitorean con entusiasmo la aparición de Hitler en el estrado de oradores, acompañado de su séquito: Goebbels, Göering, Hess, Himmler y los demás. Las banderas rojas con la cruz gamada ondean con suavidad y fortaleza, mecidas por los nuevos aires que barren toda Alemania. Aires de cambio, de justicia y de progreso.
—Mira a tu hermano. ¿Estás orgulloso? No podías tener un hermano mejor.
El joven hijo mira al final del batallón de las juventudes Hitlerianas. Con ojos henchidos de admiración observa a su hermano mayor, que forma parte de las treinta mil almas congregadas en una plaza abarrotada de soldados decididos y convencidos de dar su vida por su líder y vengar las humillaciones sufridas por su país, tras la Gran guerra.
—Padre… ¿Hitler es bueno?
El padre mira al hijo con los ojos salidos de sus órbitas.
—Hijo mío, Hitler es el hombre más grande, capaz e inteligente de nuestro país y del mundo entero. Desde que él se hizo cargo de dirigir nuestra patria no nos falta comida en el plato, no nos falta trabajo, hemos recuperado el orgullo de ser alemanes, hemos recuperado nuestra posición en Europa y en el mundo. Ya no tenemos que agachar la cabeza ante los engreídos franceses e ingleses— el padre mira alrededor de sí con manifiesta satisfacción ante el grito unánime: ¡Heil Hitler! — hijo, este hombre es lo mejor que le ha pasado a Alemania en todos sus siglos de historia.
El padre no quiere reconocer ante su hijo que tuvo dudas cuando el partido nazi subió al poder. Dudas de que fueran eficientes, de que fueran honrados, de que fueran justos. Pero hoy en día se han disipado todas las nubes… o casi todas.
Adolf Hitler sube al estrado y pide silencio. Inicia su discurso interrumpido constantemente por los febriles vítores de la muchedumbre que se agolpa a los flancos del ejército de cascos nazis.
Bajo un cielo plomizo y un ambiente electrizado Hitler vocifera:
—La forma de vida alemana está claramente determinada para los próximos mil años. Para nosotros, ha acabado por fin el turbulento siglo XIX. ¡No habrá ninguna revolución en Alemania durante el milenio venidero!
Confianza, seguridad, estabilidad.
El gentío entra en éxtasis. Todos aplauden y ríen. En semejante atmósfera no es de extrañar que todas las palabras de los labios de Hitler suenen a una Palabra proveniente de las alturas. En momentos así, el sentido crítico del ser humano se pierde y cada mentira que se pronuncia es admitida como una gran verdad.
—Alemania ha hecho todo lo posible para asegurar la paz. Si la guerra llega a nuestras casas provendrá del caos comunista. ¡Alemania está siendo el dique contra las oleadas del comunismo, que hubiera anegado toda Europa y su cultura!
Enemigo exterior. Importancia estratégica. Destino mesiánico.
Hitler se refiere también a su intento de nazificar la iglesia:
—¡Estoy seguro de que Lutero hubiera soñado con una Alemania unificada de principio a fin!
Dios al servicio de los hombres. Dios manipulado. Deificación de los destinos...
De repente, el ángel del Señor me arrebató de nuevo y me trasladó unos meses antes, Abril del año del Señor de 1933. Capilla de las carmelitas descalzas de Colonia.
Allí, de rodillas medita en silencio una monja. Se trata de Edith Stein, sor Teresa Benedicta de la Cruz, judía definitivamente convertida al cristianismo después de leer la autobiografía de Santa teresa de Ávila. Cuando cerró el libro solo le quedó exclamar: “ésta es la verdad”.
Filósofa, mística, maestra.
Me acerco y me siento a su lado. Ella no me ve ni me siente pero yo capto sus pensamientos:
—¡Querido Jesús, salvador mío y salvador nuestro! Entiendo que es tu cruz la que ha sido impuesta en estos días sobre el pueblo judío. La mayoría no lo van a entender, pero aquellos que lo sabemos debemos cargarla libremente sobre nosotros en nombre de todos. Yo estoy dispuesta ha hacer esto. Tu solo muéstrame cómo.
Nos quedamos quietos, en paz, en sosiego.
Al cabo de unos minutos Edith se pone en pie. Su alma se expande, se agranda y sabe que ha sido escuchada. Aunque no sabe en qué consistirá llevar la cruz.
Mientras sale de la capilla y la sigo con la mirada, soy arrebatado nuevamente por el ángel del Señor.
9 de Agosto de 1942. Auschwitz.
Agarro fuertemente la alambrada desde donde la veo. Edith, con la cabeza rapada pero erguida, recorre los metros que le separan de la cámara de gas.
Serena, firme, sobria.
Van entrando en fila, llevando de la mano a su hermana Rosa. Sor Teresa Benedicta de la Cruz mueve los labios en una oración silenciosa:
—Mi Señor, Acepto con gozo, en completa sumisión y según tu santísima voluntad, la muerte que me has destinado. Ruego a ti, Señor que aceptes mi vida y muerte... de manera que tú seas reconocido por los tuyos y que tu Reino venga con toda su magnificencia para la salvación de Alemania y la paz del mundo... ".
“y él cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se llama Gólgota” (Jn 19,17)
La justicia de Dios, quebrantada por la soberbia humana, es satisfecha por el sacrificio de Jesús y... por el sufrimiento de los inocentes.
Líbrame, Señor, de que mis arrogancias recaigan sobre nadie. Más, al contrario, dame fuerzas para asumir el mal.