Con cierta frecuencia algunos protestan de que la Iglesia no tiene derecho a pronunciarse sobre estos asuntos y rechazan lo que es la Doctrina Social de la Iglesia. Para responder a tales comentarios a continuación ofrecemos una breve explicación de la Doctrina Social y el derecho de la Iglesia a intervenir en la vida social y política. 

La doctrina social de la Iglesia no es un conjunto de recetas prácticas para resolver la cuestión social. Tampoco se trata de una ideología que pretende imponer una visión utópica, desvinculada de su situación concreta y sus verdaderas necesidades. Además, los Papas han declarado que la Doctrina Social no es un punto medio o una tercera vía entre el liberalismo y marxismo, o una sociología que presenta soluciones racionales sin normativas en el campo de la moral.
 
Más bien la Doctrina Social es un conjunto de principios morales, de principios de acción y normas de juicio, abiertas a múltiples concreciones en la vida social. Se ayuda de todo lo positivo de las ciencias sociológicas, pero las transciende al dar juicios éticos y morales que provienen de la Sagrada Escritura y la tradición de la Iglesia. En otras palabras, se puede decir que la enseñanza social de la Iglesia es la doctrina íntegra de la Iglesia en cuanto referida a la existencia social del hombre sobre la tierra. La Doctrina Social de la Iglesia nació del encuentro del mensaje evangélico y de sus exigencias -comprendidas en el mandamiento supremo del amor a Dios y al prójimo y en la justicia- con los problemas que surgen en la vida de la sociedad. Se ha constituido en una doctrina, utilizando los recursos del saber y de las ciencias humanas y se proyecta sobre los aspectos éticos de la vida y toma en cuenta los aspectos técnicos de los problemas pero siempre para juzgarlos desde el punto de vista moral. 

La Iglesia, experta en humanidad, ofrece en su doctrina social, un conjunto de principios de reflexión, de criterios de juicio y de directrices de acción para que los cambios en profundidad que exigen las situaciones de miseria y de injusticia sean llevados a cabo, de una manera tal que sirva al verdadero bien de los hombres.
 
La Iglesia tiene el derecho de intervenir en lo social La Iglesia no está de acuerdo con el punto de vista que quiere reducir la fe cristiana al ámbito puramente privado. Organizar la vida social sin Dios es organizarla en contra los verdaderos valores e intereses humanos. En el Vaticano II, la Constitución «Gaudium et spes», habló en el párrafo 43 de la necesidad de evitar la dicotomía entre la fe y la actividad social. Tal división llevaría a dos errores. En primer lugar: el rechazo de las responsabilidades propias en la vida civil. Esto podría ocurrir debido a una visión que excluye la importancia de los bienes terrenos por querer poner en primer lugar la ciudad eterna. El Concilio nos recuerda la fe nos debe llevar precisamente a un cumplimiento más perfecto de nuestro compromiso en este mundo.
 
En segundo lugar es necesario desterrar el espejismo que considera las actividades terrenas como algo totalmente alejado de la religión. Los padres conciliares nos hicieron ver cómo desde el Antiguo Testamento los profetas hablaban contra esta opinión. Por ejemplo, en Isaías 58,112, el profeta declaró la necesidad de ayudar a los pobres y oprimidos, base fundamental de todo acto de culto. En el Nuevo Testamento Jesús habló contra los que se contentaban con la observancia exterior de las normas de la religión, sin ayudar a los demás. Por ejemplo en Marcos 7,1013, Jesús condena a los que, bajo el pretexto de la religión, se niegan sostener a sus padres. Por eso, en el mismo párrafo, el Vaticano II declara que, «El cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación».
 
Con esta declaración en mente podemos entender mejor por qué en su primera encíclica, «Redemptor hominis», Juan Pablo II decía que «el hombre es el primer camino de la Iglesia»,( n. 13). El Papa vuelve a recordar esta afirmación al final de su última encíclica social «Centesimus annus» cuando trata de la responsabilidad que la Iglesia tiene para ayudar a los hombres a ordenar mejor sus vidas terrenas. El pontífice afirma que «la Iglesia no puede abandonar al hombre» ( n. 53).
 
Vemos, por lo tanto, que en las esferas civiles y eclesiales hay un punto común en la preocupación por el bien del hombre. La Iglesia tiene una aportación valiosa que puede servir para fomentar ese bien común, que se debe entender como material y espiritual a la vez. No por eso se debe pensar que la Iglesia puede suplir las funciones civiles del Estado. Pero la diferenciación de funciones entre el Estado y la Iglesia no implica que la Iglesia sea ajena a la cuestión social.
 
En cuanto a los no creyentes, se puede decir que la doctrina social de la Iglesia está destinada no sólo a los católicos sino a todo hombre de buena voluntad, tal y como escriben muchas encíclicas al su inicio. Aunque la obligación de un católico frente al magisterio no es la misma que la de un no creyente, la Iglesia quiere ofrecer a todos los frutos de su larga experiencia y profunda reflexión sobre el hombre y la sociedad.
 
En cuanto a España, cada vez que los obispos se pronuncian sobre alguna cuestión que tiene una vertiente ética y, lógicamente, política, se les acusa de intromisión. Según sus acusadores, los obispos no podrían hablar del aborto, de la eutanasia, de la violencia de género, de terrorismo, de la clonación, ni tampoco de la explotación que sufren los inmigrantes ilegales, del enriquecimiento ilícito por la especulación urbanística, de los abusos de los políticos mediante la corrupción. Lo que quieren estos acusadores de la Iglesia es ver a los obispos como perros mudos que se limitan a hablar exclusivamente de liturgia o de doctrina abstracta. Es muy curioso, además, que cuando algo de lo que dicen los obispos o el Papa les conviene, se aferran a ello y lo utilizan como un argumento político; esto sucedió, por ejemplo, cuando se debatía el apoyo español a la intervención norteamericana en Irak, en el 2004, y socialistas y comunistas citaban continuamente a Juan Pablo II en el Parlamento para apoyar sus tesis de que España no debía colaborar de ningún modo con los norteamericanos; entonces no les molestaba que la Iglesia hablara, mientras que sí les molesta cuando dice algo que no les gusta escuchar.
 
Como decían los obispos españoles en las “Orientaciones morales ante la situación actual de España", “la consideración moral de los asuntos de la vida pública lejos de constituir amenaza alguna para la democracia, es un requisito indispensable para el ejercicio de la libertad y el establecimiento de la justicia”.