Por cuarto domingo consecutivo, el Santo Evangelio nos presenta un texto perteneciente a la serie de parábolas que contienen el trágico misterio de la reprobación del pueblo de Dios y el llamamiento de otros pueblos que habíamos de venir a ocupar su puesto.
 
En la que escuchamos hoy (Mt 22, 114), se nos dice que el reino de los cielos es semejante a un rey que celebró las bodas de su hijo con un banquete. Este banquete representa la bienaventuranza eterna, la gloria del cielo a la que Dios también nos invita.
 
Ahora bien, la respuesta de todos los hombres no es igual. En la parábola, los llamados comenzaron a excusarse, marchando unos a sus negocios y otros maltratando a los criados hasta el punto de asesinarlos.
"Dios hizo depositario de la promesa de salvación mesiánica al pueblo elegido mediante una Alianza, cuyos compromisos los judíos no cumplieron a lo largo de 105 siglos, a pesar de las continuas invitaciones que Dios les hizo a través de los profetas. Finalmente, Dios ha enviado a su propio Hijo hecho hombre a sustituir la promesa por la oferta real de los bienes mesiánicos, y los herederos de la promesa histórica le van a dar muerte ignominiosa como a un excomulgado" (Salvador Muñoz Iglesias) "El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad" (Mt 22, 7).

A pesar de esto, Dios —a quien representa el rey de la parábola— mantiene su invitación: otros ocuparán el lugar que habían despreciado los primeros. El Padre celestial llama a hombres de todo el mundo, para que asistan a las bodas de su divino Hijo, es decir, para que entren en su Iglesia que por eso es católica, universal.
 
Pero no basta con haber aceptado pasivamente la invitación. La segunda verdad que nos enseña el Evangelio de hoy es que únicamente se salvarán los buenos cristianos. Llegará el día en que el rey entre en la sala, para observar a los convidados: con esto se significa el día del juicio particular para cada uno, y el universal del fin del mundo.
 
El rey de la parábola hace un duro reproche a un invitado que no llevaba puesto el traje festivo para celebrar las bodas. Ese vestido de bodas representa la gracia santificante. Al recibirnos Jesús en su Iglesia por medio del Bautismo nos ha dado la vestidura blanca de la gracia santificante, como nos lo recuerda una de las ceremonias que se realizan en la administración de este Sacramento. Sin ese vestido blanco de la gracia, el día del juicio seríamos arrojados fuera de la sala del banquete, fuera del lugar de la luz eterna de la gloria, al lugar del horror y de las tinieblas, es decir, al infierno.
 
1. Cada uno de nosotros podemos preguntarnos: Si en este instante tuviese yo que comparecer mismo ante el tribunal de Dios ¿que me diría? ¿Me hallo en gracia santificante? ¿Conservo sin mancha esa vestidura preciosa que recibí en el Bautismo? Si no es así tenemos que recobrarla haciendo una buena confesión.
 
2. La misma pregunta debemos hacernos antes de comulgar ¿Tengo yo ahora limpia y en gracia el alma? No nos suceda jamás la desgracia de que el acercarnos al sagrado banquete de la Comunión nos tenga que reprender severamente Jesús: Amigo: ¿Cómo has venido aquí sin el vestido nupcial? Recordemos que el segundo mandamiento de la Iglesia nos obliga a confesar los pecados mortales al menos una vez al año, en peligro de muerte o si se ha de comulgar.
 
Escuchemos la voz de Dios y cuando todavía es tiempo de merecer procuremos conservar y hacer cada día más hermosa la blanca vestidura de la gracia en nuestra alma.