Cierto que cuando uno piensa seriamente en el cielo, inmediatamente vuelve sus ojos hacia sí, porque ve que el cielo supone un caminar en determinada dirección y es consciente de que a veces no camina como debiera; por eso, pensar en el cielo es una manera de cambiar el sentido de nuestra vida en todo aquello que le puede estar desviando de caminar hacia su destino. Es algo así como un deportista que, cuando piensa en el premio que puede conseguir y, consciente de que eso le supone una determinado manera de vivir, cuando piensa en el premio, piensa también en cómo está llevando su vida que, a veces, puede perjudicar la consecución del premio. Por ello se impone ciertas privaciones.
A medida que van pasando los años y uno va mirando atrás, ve que ha desaprovechado muchas ocasiones que debiera haber aprovechado; quisiera haber perfilado algunas cosas, haber escuchado más a sus amigos y consejeros, haberse esforzado en hacer cosas que no ha hecho...
Recuerdo a San Pablo: "¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, mas uno solo recibe el premio? ¡Corred de manera que lo consigáis! Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible" (1Cor. 9, 24-25). De ahí, la responsabilidad con que hemos de afrontar nuestra vida aquí. Es la consecuencia que San Pablo saca a continuación: “Golpeo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que, habiendo proclamado a los demás, resulte yo mismo descalificado" (1Cor. 9, 27).
La meta supone un camino que se inició al recibir la vida divina en nuestro bautismo y que, en su evolución y desarrollo, nos llevará a la meta; por ello, hay que esforzarse por llegar a ella; es el consejo que nos da San Pablo de mirar hacia arriba: "Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él" (Col. 3, 1-4).
Al revisar uno su propia vida, aparte de las cosas que debiera haber hecho mejor, ve que, por la gracia de Dios, ha creído y sigue creyendo, no sólo en las verdades, sino en el amor, sobre todo, en el amor misericordioso de Dios.
Uno ve también que ha confiado en el Señor; es consciente de que Dios le ha ayudado en el camino de su vida a salvar los obstáculos que se han interpuesto en la línea de fidelidad, y es muy consciente de que Dios le seguirá ayudando porque se siente entrañablemente amado por el Señor.
Aunando las virtudes, fe y esperanza, viene la virtud de la caridad a coronarlas y a darles su propia configuración. Sencillamente, he sido amado por Dios y he procurado amarle. Si bien es cierto que no le he amado como se merece, ni con todo mi corazón, sí es cierto que también le puedo decir al Señor, como San Pedro cuando Jesús le examinó de amor. Tampoco le digo que le amo más o menos que otros; sencillamente le digo: Señor tú sabes que te amo. Por todo ello le doy gracias a Dios, ya que me he sentido en sus brazos, y este amor que Dios me tiene ha sido el motivo por el que me dio una Madre que es la misma de Jesús para que me sirva de modelo y que constantemente intercede por Mí y por todos los hombres.
José Gea