Se trata de una oración de una gran intensidad, sumamente apremiante. Y lo ha de ser tanto en su profundidad como en su duración. Una oración que ha de serlo de todo nuestro ser, pero no en un momento ni siquiera con gran reiteración en una prolongada sucesión de momentos. Toda la vida ha de convertirse en una única oración. Llegar a vivir en estado de oración.
Seguramente una de las constantes en el monacato primitivo sea la preocupación por la oración continua, sin intermisión. Pronto quedaron atraídos por el mandato del Señor: «Es necesario orar siempre, sin desfallecer» (Lc 18,1; cf. 1Tes 5,17). Y al mismo tiempo comprendieron la lejanía del ideal y la dificultad para alcanzarlo. No se trata de orar con frecuencia, sino ininterrumpidamente, llegar a un estado en que la atención esté permanentemente en Dios.
Por ello, la oración se convierte en un combate y el camino ascético para llegar hasta ahí es propiamente la vía del guerrero. Toda una diversidad de elementos internamente atraen y dividen nuestra atención. Todo tipo de pensamientos, imágenes, sensaciones, mociones,... detraen nuestra atención de lo eterno e infinito y la atraen a la dispersión de lo finito y fragmentario, dividiéndonos entre lo externo y lo interno, entre el falso yo y los objetos y a estos entre sí.
Esta inicial llamada del maestro-padre sitúa al lector-oyente de la Regla ante su incapacidad y, por tanto, como hijo empieza a ser gestado para la humildad. La gracia nos capacita para la lucha, pero no nos exime de ella. Intentar abrir nuestra atención de manera permanente a Dios nos pone rápidamente ante el fracaso. Palpar esa pequeñez será también un primer triunfo, pues todo lo que es sentir aceptantemente nuestra imposibilidad es crecer en humildad.
El combate contra ese torbellino de sugestiones no es posible desde la soberbia, con nuestras solas fuerzas y desde ellas, pero tampoco es un tramo del camino del que nos vaya a privar la gracia, aunque muchas veces el Señor, para acrecer nuestra esperanza y, por ello, nuestro ánimo en la lucha, nos da, en momentos puntuales, a gustar la paz y reposo de una atención abierta ilimitadamente a Dios, la unión en Él de todas las cosas y cómo la anulación del ego no es nuestra aniquilación. Ahí la libertad alcanza una plenitud inimaginable, libre de todo, también de la mera realidad, se es libre para Dios, porque se es libre en el misterio divino. Ahí todo muestra su hermosura y la luz parece recién nacida, pues no está velada por el desorden del corazón.
Comienza un combate humilde por la oración, por vencer todo afecto desordenado, para que nuestra atención esté solamente seducida por Dios. El primer fracaso es una magnífica ocasión para empezar a vencer nuestra tendencia a ser nuestros propios maestros, nuestro opinionismo. Es momento para comenzar a pedir a quien curtido por los combates tiene experiencia: «Dame una palabra para que pueda salvarme».
Y, al final, como la amada del Cantar, decir: «Yo dormía, pero mi corazón velaba» (Cant 5,2).