Me pasó en Málaga, capital, cerca del circo romano. Mis acompañantes fueron a ver la Alcazaba, mientras quedaba con ellos en un bar cercano, tomando un refresco. Era hora de gran afluencia de gente. Terrazas a tope, mucho público paseando sin prisas, por la amplia calle. Me senté en una mesa vacía, atento a un hombrecillo, de porte más bien pobre, y aspecto descuidado, que trataba de animar al público, desgañitándose con voz ronca y desafinada, cantando copla tras copla, él solo, a pleno pulmón, sin que nadie le prestase la menor atención.

Confieso que tanto su porte, como su pública actuación, me inspiró conmiseración. En una pausa y al acercarse a mí, le felicité “por el sentimiento” que ponía al cantar, crucé unas palabras con él, valorando su trabajo y deposité en su mano unas monedas. Bastó este pequeño detalle, para que el pobre, se trasformase. Me agradeció infinito mis palabras, me estrechó mi mano. Le dije que se cuidase, pues le había visto congestionado, con las venas del cuello hinchadas y a punto de un síncope. Me dijo haber sido un buen profesional y se despidió amigablemente, dirigiéndose adentro del bar a aclarar su garganta reseca. Estoy seguro que al menos esa tarde, mi gesto atento le hizo feliz al cantaor.

¿Podrías tu, lector, hacer feliz a alguno de los muchos infelices, que te importunan con su sola presencia? Inténtalo. Son seres humanos como tú. Te sentirás bien. Palabra.

MIGUEL RIVILLA SAN MARTIN