Veamos. Uno cree en pocas cosas. Las necesarias para que vida y conciencia no den respingos, o sufran colapsos de impotencia. Creer, lo que se dice creer, sólo creo en Dios. Es el principio de todo lo demás. Y el fin. Es el sustento del ser - causa incausada - en la bienaventuranza de mis anhelos y lecturas. Dios es mi cumpleaños cada día. El que me regala el amor de mi familia, la santidad de la belleza, o la memoria que me recuerda en todo su presencia. Mirad lo que os digo: Dios es mi literatura. La que leo en todos los libros, y la que brilla en mi biblioteca. Porque no puede ser de otra manera. No es cosa mía, ni vuestra. No es obsesión, o querer ver donde no hay. Es que Él está ahí. Y no hay texto que no tenga un resquicio por donde asome el alma.
¿Motivos para creer? Yo los tengo colmados de olas y alas. De versos y besos. De ojos y hojas. En cada mirada adivino el Paraíso. Y me detengo para hacerle a Dios una fotografía, que después revelo a solas. Y escribo como si estuviera en misa. Y todo se transubstancia en maravilla. ¿Exceso pío esto que digo? Pero es que la vida es una certeza pía. O incluso la duda, cuando se tercia. El amor no tiene límites en su expresión, es la vanguardia de la civilización y del arte. Y de eso se trata. De ir aprendiendo a perder la vergüenza. Con oración e inspiración. Con esa cadencia del corazón que va más allá del carpe diem y de la pereza.