En 1924, un año antes de su conversión oficial del protestantismo al catolicismo, la escritora alemana Gertrude von Le Fort (1876-1971) escribió Himnos a la Iglesia, una espléndida colección de poemas que recoge el diálogo ardiente entre el alma, en camino hacia la Iglesia, y la propia Iglesia, que le responde. Las intuiciones y las imágenes poéticas de Gertrude son de una gran profundidad teológica. No olvidemos que ella fue una de las primeras mujeres en estudiar teología en la Universidad de Heidelberg.
Propongo en estos días de la octava de Pascua el último de los himnos de este libro, en el que Gertrude von Le Fort evoca poéticamente la manifestación del misterio de la Iglesia al final de los tiempos, cuando Cristo Resucitado aparezca en su gloria y retire los velos que cubren a su amada Esposa, para que todos puedan contemplar su verdadero rostro.
Merece la pena asomarse a estos himnos para corregir nuestra mirada –tantas veces mezquina y miope– sobre el misterio de la Iglesia y sobre nuestro propio misterio. Sólo a la luz de la Resurrección y de la Parusía nos podemos ver bien:
Y HABLA tu voz [la de la Iglesia]:
«Pero, cuando un día se inicie
el gran fin de todos los misterios,
cuando el Escondido surja como un relámpago
en las tremendas tempestades
del amor desencadenado,
cuando su regreso suene como tormenta
por el universo,
y dé gritos de júbilo la soterrada añoranza
de su creación,
cuando los globos de los astros estallen en llamas
y surja de su ceniza la luz liberada,
cuando se rompan los sólidos diques de la materia
y se abran todas las esclusas de lo invisible,
cuando los milenios vuelvan con rumor de águilas,
y regresen a la eternidad
las escuadras de los eones,
cuando se rompan los recipientes de los idiomas
y se precipiten las aguas torrenciales de lo nunca dicho,
cuando las almas más solitarias salgan a la luz,
y se manifieste lo que ninguna de sí misma sabía:
Entonces el Revelado levantará mi cabeza
y, ante su mirada, mis velos se alzarán en fuego,
y yo estaré postrada
cual espejo desnudo ante la faz de los mundos.
Y los astros reconocerán en mí su luz glorificante,
y los tiempos reconocerán en mí lo que tienen de eterno,
y las almas reconocerán en mí lo que tienen de divino,
y Dios reconocerá su amor en mí.
Y ya no caerá sobre mi cabeza ningún velo
como el deslumbramiento de mi Juez.
En él se sumergirá el mundo.
Y el velo se llamará Gracia,
y la Gracia se llamará Infinitud...
Y la Infinitud se llamará Bienaventuranza.
Amén».
Gertrude von Le Fort, Himnos a la Iglesia, Encuentro, 1995, pp. 91-92
Juan Miguel Prim Goicoechea
elrostrodelresucitado@gmail.com