Aunque no se conoce oficialmente el contenido del documento que contiene los principios dogmáticos que los lefebvrianos deberán aceptar para reincorporarse a la Iglesia, sí ha trascendido que al menos hay dos cuestiones que están entre ellos. Una es la que afecta al diálogo ecuménico, mientras que la otra tiene que ver con la estructura de la propia Iglesia. Resumiendo y simplificando muchísimo: si para salvarse hay que ser necesariamente católico y qué papel tienen las Conferencias Episcopales. Curiosamente, pero como no podía ser de otro modo, no se ha planteado la cuestión litúrgica. En parte porque la misa en el rito antiguo ya está aceptada y en parte porque esa nunca fue la cuestión de fondo que llevó a Lefebvre al cisma.
La verdadera cuestión, el eje del problema, estuvo siempre en el tema de la salvación y de la pertenencia a la Iglesia –o sea la recepción del sacramento del bautismo- como algo imprescindible para obtener la misma. “Fuera de la Iglesia no hay salvación”, se decía antes del Concilio Vaticano II –aunque esto no haya sido nunca un dogma de fe- y esta convicción estuvo en el origen de las misiones, es decir del empeño sacrificado por llevar el mensaje y el bautismo a otros hombres; no se les quería ofrecer únicamente un tipo de vida mejor en la tierra –que iba unido a la práctica de una moral más elevada como es la católica-, sino que sobre todo se les quería dar la posibilidad de vivir eternamente junto a Dios en el cielo. Para una Iglesia que creía en el cielo y en el infierno, esto era importantísimo; mucho más importante, incluso, que la necesaria y útil labor social; por duras que fuesen las condiciones de la vida en la tierra, lo pero era pasarlo mal eternamente porque padecías los rigores del infierno. Había que evangelizar, había que “salvar almas” –no se decía “salvar cuerpos”- y había que hacerlo por amor a Dios y por amor a ese prójimo. Las personas más generosas, más idealistas, más capaces de aceptar sacrificios personales por una gran causa, se hacías sacerdotes, religiosos y sobre todo misioneros para dedicarse a evangelizar en sitios donde aún no había llegado el mensaje de Cristo. Basta con leer las cartas de San Francisco Javier a San Ignacio de Loyola para darse cuenta de qué era lo que motivaba a aquel santo, patrono y modelo de todos los misioneros.
Pero si resulta que se puede salvar cualquiera siguiendo su religión o incluso sin tener ninguna, entonces ¿para que había que evangelizar? ¿y para qué habían hecho tantos esfuerzos y sacrificios los que, desde los apóstoles, habían recorrido el mundo e incluso derramado su sangre para enseñar la doctrina de Cristo?. Esa fue la pregunta que se hizo Lefebvre durante el Concilio y como nadie le dio una respuesta satisfactoria se fue de una Iglesia que él consideraba que estaba autosuicidándose y que había abandonado las enseñanzas de sus predecesores, incluidas las del propio Jesucristo. No hay que olvidar que Lefebvre, francés, fue arzobispo de Dakar, en Senegal, y que había pasado su vida como celoso y entregado misionero.
¿Y cuál es la respuesta a la pregunta? ¿Que la Iglesia somos todos, incluidos los no bautizados, como dicen algunos? No. Esa es una respuesta absurda que ofende a una razón medianamente amueblada. Y decir, sin más, que la fidelidad a la propia conciencia es suficiente para salvarse, es aceptar como norma de salvación el descarado relativismo que nos seduce y domina. Eso lo vio Lefebvre y no lo aceptó. Otros lo vieron como lo vio él y se quedaron en la Iglesia, sufriendo la persecución de los progresistas, pero sin romper y sin marcharse –por ejemplo, el cardenal Marcelo González, de Toledo-. Si bien es cierto que Dios no puede condenar al que no le conoce porque no ha podido conocerle, pues en ese caso dejaría de ser justo, también es cierto que sin la gracia de Dios que va ligada a la pertenencia a la Iglesia católica –la plenitud de la revelación y el auxilio de los sacramentos- esa supuesta posibilidad de salvarse sin ser católico se vuelve muy difícil. El Concilio rechaza que fuera de la Iglesia no haya salvación y yo estoy con el Concilio. Pero añado que esa supuesta salvación resulta casi imposible y, sobre todo, resulta muy difícil ser feliz de verdad sin conocer y vivir en comunión con Jesucristo. Es como si me preguntaran si se puede aprender matemáticas avanzadas sin libro y sin profesor; respondería que teóricamente quizá sí, alguien muy especial, muy listo y muy intuitivo, pero que la inmensa mayoría no puede. De ahí la necesidad y la urgencia por evangelizar. Dios quiera que una respuesta de este tipo pudiera ser válida para los seguidores de Lefebvre y pudiera terminar el cisma. Cristo no sólo derramó su sangre por todos los hombres, sino que es necesario para que todos los hombres lleguen a recibir el don de la salvación.
http://www.magnificat.tv/comentario20110918.php