A un mes de la inolvidable visita del Santo Padre a Madrid con motivo de la J.M.J no quiero dejar pasar la oportunidad de recordar una encantadora anécdota que en cierta ocasión leí  sobre él- si bien en ese momento era sólo…  el profesor Ratzinger.

La cuenta el Cardenal Scola en la introducción a la autobiografía del propio Joseph Ratzinger titulada “Mi Vida” (Ediciones Encuentro, 2004) y dice así:

Conocí por primera vez al cardenal Ratzinger en 1971. Era Cuaresma. Un joven profesor de derecho canónico, dos sacerdotes estudiantes de teología, que por aquel entonces no habían cumplido los 30 años, y un joven editor estaban sentados alrededor de una mesa, invitados por el profesor Ratzinger, en un típico restaurante a orillas del Danubio, en Ratisbona.

Con su trato delicado, Ratzinger nos explicaba la carta: una larga secuencia de suculentos platos bávaros... Parecía conocerlo bien, sin lugar a dudas era un habitual del restaurante. Nosotros, superado el primer embarazo, como buenos latinos y, además, jóvenes, nos lanzamos a hacer comparaciones entre menús bávaros y lombardos. Alguno de nosotros había pasado suficiente tiempo en Alemania como para permitirse disertar sobre los tipos y las marcas de cervezas. Recuerdo bien que pregunté a nuestro anfitrión qué nos aconsejaba: pacientemente empezó a ilustrarnos de nuevo sobre cada plato de la lista, animándonos a probar más de uno para que nos hiciésemos una idea de la cocina bávara. Desde hacía un rato el camarero esperaba respetuoso junto a la mesa. No sin desorden y aumentando progresivamente el tono de nuestra conversación hasta el punto de hacer que algún comensal se volviese a mirarnos, terminamos, bajo los ojos benévolos y la sonrisa de nuestro anfitrión, por escoger una amplia y exagerada variedad de platos. Ratzinger devolvió la carta diciendo al camarero algo así como: "para mí, lo de siempre". El camarero nos sirvió antes a todos nosotros, con meticulosidad alemana, y al final llevó al conocido teólogo un sándwich y una especie de limonada.

Nuestra sorpresa rayaba en la vergüenza. Con una sonrisa, amplia y benévola, el cardenal nos liberó diciendo: "Vosotros estáis de viaje... Si yo como demasiado, ¿cómo voy a poder estudiar después?".

La anécdota me resulta encantadora por la delicadeza y finura de su manera de ser. Un estilo- si se quiere- pero sólidamente fundamentado en lo que en un cristiano es y debe ser seña de identidad: el amor entre cristianos.
Ese preciso rasgo por el que Nuestro Señor nos dijo que nos reconocerían como discípulos suyos.

La auténtica señal del cristiano. Marca de la casa.

Porthos