Otra cosa ha dicho, además, el Señor. ¿Qué? No queriendo que gastemos muchas palabras en la oración, nos dijo: No habléis mucho cuando oráis, pues sabe vuestro Padre lo que os es necesario antes de que se lo pidáis. Sí sabe nuestro Padre lo que necesitamos antes de que se lo pidamos, ¿para qué las palabras, aunque sean pocas? ¿Qué motivo hay para orar, si ya sabe nuestro Padre lo que necesitamos? Dice a alguien: «No me pidas más; sé lo que necesitas». «Si lo sabes, Señor, ¿por qué pedir? No quieres que mi súplica sea larga; más aún, quieres que sea mínima». ¿Y cómo combinarlo con lo que dice en otro lugar? El mismo que dice: No habléis mucho en la oración, dice en otro lugar: Pedid y se os dará. Y para que no pienses que se trata de algo incidentalmente dicho, añadió: Buscad y hallaréis. Y para que ni siquiera esto lo consideres como dicho de paso, advierte lo que añadió, ve cómo concluyó: Llamad y se os abrirá. Considera, pues, lo que añadió. Quiso que pidieras para recibir; que buscaras para hallar y que llamaras para entrar.
Por tanto, si nuestro Padre sabe ya lo que necesitamos, ¿para qué pedir? ¿Para qué buscar? ¿Para qué llamar? ¿Para qué fatigarnos en pedir, buscar y llamar, para instruir a quien ya sabe? Son también palabras del Señor, dichas en otro lugar: Conviene orar siempre y no desfallecer. Si conviene orar siempre, ¿cómo dice: No habléis mucho? ¿Cómo voy a orar siempre, si me callo luego? En un lado me mandas que acabe luego, en otro me ordenas orar siempre y no desfallecer; ¿qué es esto? Pide, busca, llama también para entender esto. Si está oscuro, no es un desprecio, sino una ejercitación.
Por tanto, hermanos, debemos exhortarnos mutuamente a la oración, tanto yo como vosotros. (San Agustín. Sermón 80,2)
Este breve texto de San Agustín nos plantea varias ideas interesantes:
1.- Tenemos que orar, aunque Dios sepa nuestras necesidades.
2.- Nuestra oración debe ser constante.
3.- Pero nuestra oración no debe estar compuesta por demasiadas palabras.
5.- Tenemos que exhortarnos unos a otros a orar.
El aparente dilema es muy interesante, ya que nos da pié a profundizar y reflexionar sobre nuestra propia oración. Como sabiamente indica San Agustín, cada cual debe encontrar el entendimiento correspondiente. Encontrar la proporción adecuada y justa para su oración evidencia que la gracia de Dios actúa sobre nosotros. De todas formas, si este dilema le parece impenetrable no pase de largo encogiéndose de hombros. El propio dilema busca fomentar la oración. Supliquemos que Dios nos revele mediante su gracia, la proporción en que debemos orar. Pero ¿tenemos alguna pista adicional? Gracias a Dios si. Recordemos la parábola del fariseo y el publicano:
«Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: "¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias." En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!" Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado.» (Lc 18,1014)
Quizás esta parábola nos ayude a comprender dónde está la proporción que Dios quiere en nuestra oración. ¿Cómo oraba cada cual? ¿De que se componía cada oración? ¿Qué espera Dios de nuestra oración? Al final siempre aparece una palabra: conversión. Dios espera que nos dispongamos a ser transformados por Él. ¿Se lo pedimos con asiduidad? ¿Lo hacemos de corazón? Sólo nuestra conversión puede transformar el mundo y purificar la Iglesia.
Pero no olvidemos lo más interesante de todo el texto de San Agustín: hermano ore a Dios y no deje de recordarlo a todo el que se acerque a usted. Incluso a este humilde comentarista que a veces se olvida de hacerlo con la asiduidad que debiera. Gracias.
No olvide recordárselo a toda aquella persona que le aborde reclamando cambios de apariencias y poderes en el mundo y la Iglesia. Tengamos más vehemencia, incluso, si invocan “cataclismos” de los que sólo ellos nos pueden salvar por medio de su iluminada receta personal. Hermano, oremos unidos, como lo hizo el publicano "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!"