La espiral del absurdo en el que incurre el pensamiento occidental, y particularmente europeo, no conoce tregua en los tiempos convulsos que vivimos, y cada día contemplamos como los disparates y las aberraciones más increíbles toman forma y se hacen realidad, anulándole a uno hasta la capacidad de asombro.
En Italia, en Turín para ser exactos, un juez ha desposeído a unos padres de la patria potestad de su hija… ¡¡¡por ser demasiado viejos!!! Así como suena.
Las circunstancias que están en el origen de los hechos pueden ser si no cuestionables, sí “comentables”: el padre tiene setenta años, la madre cincuenta y seis, y la niña es producto de una fecundación asistida. Unas circunstancias que, a los efectos que nos ocupan, no tienen sin embargo la menor relevancia, pues no son las que se juzgan aquí(1), sino el derecho de un juez a privar a alguien de la patria potestad de su hija.
En primer lugar, la sentencia, con toda hipocresía, se asienta sobre el bienestar de la niña, como si privarla de sus progenitores no representara el mayor atentado contra dicho bienestar, por lo que es en sí misma incongruente.
En segundo lugar, el presuntuoso juez se permite entrar a juzgar la idoneidad para ser padre, y las condiciones que los progenitores han de cumplir para serlo. Hoy invalida a éstos por ser excesivamente viejos, pero mañana puede invalidar a otros por ser excesivamente jóvenes, al día siguiente a unos terceros por no tener un nivel cultural adecuado, y al otro a unos cuartos por no alcanzar el deseable nivel económico, o simplemente, porque no le gusta la pareja que forman padre y madre, o porque son de derechas y no de izquierdas o viceversa (en el Reino Unido, de hecho, ya se ha privado a unos padres de adoptar por ser cristianos).
Y está, en tercer lugar, la cuestión fundamental: la nueva injerencia del estado en la sociedad que el caso representa. Un estado que se intitula anterior a ésta, anterior a la familia y a todas las instituciones de derecho natural, y que es el que imparte derechos y prerrogativas, el que decide lo que está bien y lo que está mal, y hasta, como en este caso, quién puede ser padre y quién no.
Los argumentos que utiliza la sentencia para su fundamentación no son menos esotéricos. Así, se sostiene que la niña “se quedará huérfana muy pronto, y además, se verá obligada a cuidar de unos padres ancianos, con posibles patologías o minusvalías”. Un juez metido a Dios, que conoce de antemano lo que va a ocurrir, y que sabe ya que es la niña la que morirá después y la que cuidará de sus padres, como si no pudiera ser exactamente al revés (y aún hoy, acostumbra a ser con mucho mayor frecuencia de lo que nos gustaría). O como si en la sociedad actual, que el juez debe conocer bien, no fueran los abuelos los que en tantos y tantos hogares se están haciendo cargo ya de la educación y sostenimiento de sus nietos, mientras sus padres no los ven más que dormidos... y algunos ni eso (conozco el caso, no hablo por hablar).
El argumento, además, lleva en sí el peor de los gérmenes: una descalificación de los ancianos perfectamente acorde con los tiempos, que los reduce a fuente de problemas y dolencias intolerables para quienes los rodean, convertidos en carga insoportable cuando no, directamente, en culpables del delito de ser viejos, anticipando así, las medidas que contra ellos se contemplan ya en lontananza.
Aberrante, verdaderamente aberrante. Como esto siga así y no dé un giro copernicano, se lo digo con claridad, vamos a tener que abandonar Europa…
Algo parecido, por otro lado, a lo que, como es bien conocido, ocurre ya en algunos países europeos, cuyos ancianos salen escopeteados del país antes de engrosar la nómina de unos asilos en los que sienten más miedo que descanso, de no ser por el descanso final y definitivo que muchos alcanzan con "inusitada" prontitud.
(1) De hecho, si bien una madre de cincuenta y seis años es biológicamente imposible y sólo los instrumentos científicos actuales han permitido que contemplemos el caso, un padre de setenta años no sólo es perfectamente viable, sino que el caso se produce y se ha producido siempre y hasta con frecuencia. Yo mismo tengo un bisabuelo del s. XIX con esa edad, un bisabuelo por el que, por cierto, sintió mi abuelo verdadera devoción.
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