COLABORADOR INVITADO:
P. Fernando Pascual Aguirre de Cárcer, L.C.
Hay problemas que son perennes, que se presentan una y otra vez ante nuestros ojos. Uno de esos problemas es la “neutralidad” de la técnica y de la investigación científica.
Platón, en el siglo IV a.C., observó un fenómeno inquietante. El hombre que mejor puede hacer sufrir a otros es el que mejor conoce la medicina. Quien sabe curar bien, sabe también qué sustancias llevan rápidamente a una muerte dolorosa. El hombre que conoce más de cerca la verdad es el que puede mentir con “mejores” resultados. El hombre que puede luchar con más valor para defender su ciudad es el que también puede usar sus armas y su fuerza para atacar a inocentes o para organizar un golpe de estado.
Se trata de un problema perenne: se da hoy igual que en tiempos de Sócrates. Quienes trabajan en un laboratorio pueden producir medicinas para curar a millones de personas. Con los mismos conocimientos técnicos, en las mismas instalaciones, tal vez incluso con el mismo personal, se puede preparar un arma bacteriológica para matar a unos cuantos miles (o millones) de enemigos...
En cierto sentido, la misma afirmación vale para actividades más humanísticas, más “espirituales”. Un maestro puede usar las técnicas pedagógicas más avanzadas para enseñar buenos conocimientos a sus alumnos, o para manipularlos e, incluso, para subyugarlos emotivamente. Un político puede usar su habilidad oratoria para evitar un desastre nacional o para promover decisiones que dañen la economía o la armonía social de todo un pueblo. Un militar puede defender su patria de invasores despiadados o puede usar sus armas para asesinar a sus enemigos y para destruir la democracia conquistada durante largos años por miles de ciudadanos honestos y generosos. Un abogado puede usar el conocimiento de las leyes para evitar que un inocente sea condenado, o para lograr que un culpable viva tranquilamente libre, sin tener que responder nunca a la justicia por sus delitos.
Como Platón en su tiempo, hoy somos conscientes de que ninguna técnica, ninguna actividad humana, puede ser realizada independientemente de algunos parámetros éticos. No basta con saber arquitectura o ingeniería para construir puentes o rascacielos que no se hundan. Se requiere un profundo sentido de la justicia para usar materiales sólidos, para evitar decisiones apresuradas, para no aceptar un soborno que nos ofrezcan si aprobamos proyectos que pueden significar un peligro grave para la vida de muchos inocentes.
Entonces, nace una pregunta: ¿cuáles son los criterios éticos que deben iluminar las acciones de políticos, científicos, economistas, ingenieros, maestros y demás ciudadanos?
Por desgracia, la filosofía no nos ofrece una única respuesta. Para algunos, el criterio fundamental es lo “útil”. Se puede hacer todo aquello que ofrezca un resultado mayor y mejor que el esfuerzo que ha acompañado a nuestro acto. Un utilitarista puro (hay pocos, también hay que decirlo) podría admitir, sin problemas, que un padre de familia deje morir de hambre a uno de sus muchos hijos para que los demás tengan lo mínimo para sobrevivir. O puede admitir el razonamiento de tantas dictaduras: si asesinamos rápidamente a los posibles terroristas con comandos especiales, sin juicio alguno, ahorraremos muchos atentados que llenan de sangre y de pánico la vida de los ciudadanos inocentes.
Para otros autores, el criterio fundamental es el subjetivismo: vale todo aquello que uno haga siempre y cuando no moleste la libertad de los otros. El subjetivismo encierra dos problemas fundamentales. El primero es su fuerte egoísmo: concibe la sociedad como un grupo de células independientes, que pueden asociarse si así lo quieren, o pueden vivir en total autonomía, aunque el vecino se esté muriendo de hambre. El segundo es que no se garantiza el respeto a quienes no pueden ejercer su libertad o no han adquirido pleno uso de sus capacidades jurídicas. Así, los niños no nacidos o los niños muy pequeños, podrían ser eliminados (según esta perspectiva), ya que no gozan aún de la autoconciencia y libertad que serían el punto de referencia para ver si alguien merece o no una protección legal. Lo mismo puede decirse de los enfermos terminales o de personas que sufren ciertas degeneraciones psíquicas.
No faltan quienes piensan que no existen criterios éticos, sino sólo acuerdos más o menos provisionales establecidos mediante el diálogo y los instrumentos de la democracia. En esta visión, lo que un día está prohibido mañana puede ser aceptado. No hace falta mucho esfuerzo para darnos cuenta de que el diálogo muchas veces es manipulado por quienes poseen el arte del engaño, o por quienes cuentan con el control de los medios de comunicación y de difusión de las ideas. Por eso da mucho que pensar el que haya científicos que quieran imponer sus opiniones en temas como la experimentación y destrucción de embriones, y que se nieguen con dureza, incluso con insultos o amenazas, a cualquier opinión diferente que pueda coartar su “libertad de investigación” y sus deseos de imponer su punto de vista a toda la sociedad.
Existen otras éticas que se fundan en la naturaleza humana. En ellas se busca analizar lo que significa ser hombre, el sentido de la vida, las dimensiones de toda nuestra existencia (corporeidad, espiritualidad, sociabilidad, transcendencia), para deducir aquellos imperativos éticos que todos (sin excepción) tienen que respetar. Desde luego, no es fácil llegar a una visión clara y aceptada por la mayoría de lo que significa ser hombre, pero existen elementos que podemos acoger con un poco de honestidad y de apertura.
El primer principio es que todo hombre participa del mundo social en cuanto vive. Eliminar la vida de un ser humano aduciendo como motivo alguna discriminación (edad, sexo, raza, religión, tamaño físico, coeficiente intelectual, idioma, etc.) significa quitarle el derecho que tiene a un lugar en el mundo de los vivos. Por ello, ningún científico, médico o político debería permitir la muerte de ningún ser humano.
El segundo principio es que no basta con defender la vida mediante el uso de instrumentos legales. Hay que apoyar a cada hombre y mujer en la satisfacción de sus necesidades primarias: comida, vestido, vivienda. Un sistema económico o social que impida a los individuos el acceso a lo mínimo que necesitan para vivir es un sistema injusto, por más que esté revestido con la belleza de leyes, constituciones y resoluciones “democráticas”, nacionales o internacionales.
El tercer principio es que no bastan las necesidades primarias para que un hombre pueda desarrollarse y vivir en plenitud su condición humana. Hace falta promover los elementos educativos y culturales que le permitan afrontar preguntas fundamentales: el sentido de la vida y de la muerte, del amor humano, de la familia, de la sociedad. Aquí se enmarcan un sinfín de elementos culturales y transculturales, sin excluir la iniciación a aquella religión que ofrezca un camino de auténtica humanización.
La técnica “neutral” no puede dejar de lado estos valores. De lo contrario, la técnica puede convertirse en un arma capaz de destruir, en pocos instantes, a miles de seres humanos. Decir esto no es afirmar una posibilidad lejana: las armas atómicas nos amenazan a todos desde hace décadas.
Es por eso que la técnica necesita, hoy con más urgencia que nunca, ser iluminada por aquella visión ética que mejor respete la dignidad y el valor del ser humano, desde ese momento magnífico de su concepción hasta que llega al umbral de la muerte. Ante ella la misma técnica se detiene, respetuosa, para dejar paso al misterio de la vida que continúa, no sabemos bien cómo, en el más allá.