Es algo que nos debiera preocupar y que nos debiera hacer pensar. ¿Existe algo más allá de la muerte? ¿Qué es? ¿En qué consistirá? Son prácticamente las preguntas trascendentales que nos formula el Concilio: “Son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía?... ¿Qué hay después de esta vida temporal? (G. Sp. 10).

El conocimiento de estas realidades debe ser punto central en la dirección que debemos darle a nuestra vida. Es algo que no podemos conocer por nosotros mismos y es ahí donde tiene importancia la dimensión religiosa del hombre, empezando por la fe.

Las religiones quieren dar una respuesta a todas estos interrogantes. Los cristianos, los que creemos en la revelación de Jesús porque hemos recibido la fe cristiana, tenemos un conocimiento de todas estas cuestiones, no porque hayamos llegado a conocerlas por nosotros mismos, sino porque Jesús nos las ha revelado; y aceptamos esta revelación sencillamente porque creemos en Jesús y nos merece confianza. Tenemos fe en Él, creemos en su Palabra y creemos también que su Palabra se mantiene viva en la Iglesia, conscientes de que el Magisterio está asistido por el Espíritu y nunca puede tergiversar las enseñanzas de Jesús; al contrario, las va profundizando más.

Pero es que, aparte de ese conocimiento de lo que podríamos llamar las verdades últimas, verdades que, por otra parte, exigen una determinada forma de vivir, Jesús viene como a decirnos: no temáis; son muchos los bienes que os esperan. No estéis pendientes de asegurar vuestra vida ni vuestro futuro basados en la fragilidad de vuestra propia realidad. Y viene aquello de la confianza en el Padre sobre la que Jesús nos dice: "¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos" (Mt. 10, 29-31).

No nos damos cuenta de que cualquier accidente, cualquier enfermedad, cualquier fracaso puede romper todas nuestras ilusiones. No debemos poner nuestra confianza en nadie ni en nada que nos pueda fallar. Debemos trabajar y actuar por algo que valga la pena para que, cuando lleguemos al final de nuestra vida, no tengamos que lamentarnos de haber perdido el tiempo. ¿Por qué no nos acabamos de fiar de Jesús? ¿Por qué no nos decidimos a llegar hasta Él? Nunca ha defraudado a nadie y nunca lo defraudará. De ahí la actitud de confianza con que debemos movernos los cristianos.

En cuanto a las dificultades de la vida presente, no debemos olvidar que Él lo puede todo por muy difícil que sea o nos parezca. Es aquello que nos dice San Pablo: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Flp. 4, 13). A pesar de las dificultades que podamos tener, no olvidemos aquello que nos dijo el Señor: “En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo" (Jn. 16, 33). Todos tenemos tribulaciones y cruces, pero es por ahí por donde ha de discurrir la vida de los cristianos; y el que no tenga cruces, que las espere; porque, de un signo o de otro, las tendrá.

En cuanto al más allá después de la muerte, también le escuchamos: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás" (Jn. 11, 25-26).

Personalmente nos está diciendo: métete de lleno en la vida y no andes buscando la felicidad donde ya estás viendo que no la puedes encontrar. Ten ánimo. Confía en mí.

Y acabo con unas palabras de San Agustín: “Nos hiciste, Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Por ahí va, según iremos viendo, la realidad del cielo.

José Gea