Puede en algunos casos haber un punto de razón en ver en los funcionarios a un grupo ineficiente de parásitos sociales. Pero recortarles los sueldos de manera indiscriminada es solo una medida cosmética y populista que no ataca el problema de fondo: el altísimo y creciente número de funciones que se ha ido atribuyendo el Estado (en buena parte, aunque no siempre, por cuestiones ideológicas, luchas de poder y “compra de votos”).
El Gobierno, vaya esto por delante, es necesario como expresión del principio de autoridad. En sus diferentes formas, pero siempre con el único fin de garantizar el derecho, la vida y la libertad, surge espontáneamente en todo proceso de evolución social. Sin embargo, lo que ya no es tan natural ni espontáneo es que surjan Estados de naturaleza invasiva que cada vez asumen más y más funciones que nada tienen que ver con garantizar el derecho, la vida y la propiedad. Algunas absolutamente innecesarias, y otras donde la iniciativa privada no solo las podría realizar mejor, sino que moralmente las debería realizar (aunque lo hiciera peor), de acuerdo con un sano principio de subsidiariedad, que busca la emancipación del pueblo antes que su tutela.
Si el Gobierno es necesario, los funcionarios para llevar a cabo sus tareas también. Todo trabajador tiene derecho a un salario justo. Bajar el sueldo a los funcionarios, lejos de ser una solución puede agravar el problema, provocando que los funcionarios más eficientes dejen el Estado para buscar otros empleos, o que se aprovechen de su parasitismo social para expandir la corrupción en las funciones que desempeñan como modo de incrementar sus ingresos.
Los funcionarios tienen derecho a un salario justo, es decir, un salario que además de ser libremente pactado, reconozca su productividad y, así, les permita recoger los justos frutos de su trabajo, sin verse desposeídos mediante coacción o engaño de lo que en justicia es suyo.
Entendemos que los funcionarios aceptan libremente el sueldo que les ofrece el Estado. Lo que no es posible es determinar su productividad. El Estado realiza sus funciones en situación de monopolio y los servicios que ofrece deben ser obligatoriamente aceptados por todos. No cuentan con una sana competencia que impulse a mejorar. No hay alternativa. Además, son actividades que se financian con tanta generosidad como sea necesario mediante los impuestos presentes o futuros de los ciudadanos. En estas condiciones no es posible determinar ni la productividad ni la eficiencia del trabajo de los funcionarios. ¿Cómo se determina la productividad de un funcionario? Es imposible. Hacen lo que tienen que hacer y punto.
El Estado realiza sus funciones en la más absoluta oscuridad sobre si lo hace con un uso eficiente de los recursos o no. En la eficiencia no le va al Estado poder seguir con sus actividades. Su actividad continuará por la fuerza de la ley y en situación de monopolio. Más aún, la lógica de la actividad del Estado es opuesta a la racionalización de los recursos escasos. Cada actividad tiene asignada una partida presupuestaria que los burócratas no tratarán de economizar, sino de gastar en su totalidad para poder pedir en el próximo ejercicio una partida igual o mayor. La ruina de los regímenes comunistas y socialistas ilustra bien el resultado de entes económicos que se mueven en la “ceguera económica”. No es justo acusar a los funcionarios de un uso poco eficiente de los recursos. No tienen los medios para saber si su trabajo es eficiente o no. El ideal será reducir el número de entes económicos que utilizan los recursos escasos de la sociedad en la más total ceguera económica.
También se acusa a algunos funcionarios de prestar un mal servicio público. La lógica de la empresa privada, donde la que presta un mal servicio desaparece, tampoco es aplicable al Estado al no existir una alternativa. En el buen servicio tampoco le va al Estado poder seguir con sus actividades. Para una empresa en un entorno de libre competencia, las molestias que le causan sus clientes, con sus exigencias y demandas, se viven como toda una bendición que le permite seguir adelante. Para una agencia estatal las exigencias y demandas de los contribuyentes, a quienes les deben su razón de ser, se viven solo como una molestia. Su actividad continuará por la fuerza de la ley, aunque la calidad del servicio sea ínfima.
¿Cómo incentivar a los funcionarios para que presten un servicio de calidad? Aplicar incentivos monetarios sobre una “productividad” que se desconoce u otros conceptos propios de la empresa en libre competencia está llamado al fracaso, a deteriorar más la función pública, a fomentar el favoritismo y a aumentar el despilfarro.
Los incentivos tienen que venir por otro lado. El funcionario católico verá en su trabajo la voluntad de Dios, y según el deseo que tenga de amar y servir a Dios con esa motivación desempeñará sus labores. Pero ni todos los funcionarios son católicos, ni todos los católicos ponen en su vida la voluntad de Dios en el primer lugar.
La motivación del funcionario ha de venir por el reconocimiento social de su trabajo. Sobre la base de unos salarios suficientes de acuerdo con su nivel de responsabilidad, la función pública debe cuidar su credibilidad y respetabilidad. Disponer de funcionarios convencidos y conocedores del servicio que prestan. Elegidos de forma independiente, que promocionan de acuerdo con criterios de mérito y competencia, y no según la arbitrariedad del poder político de turno. Empleados públicos que no deben su puesto a nadie y con una actividad lo más regulada posible. La elección de puestos “a dedo” es el modo más seguro de introducir servilismos y destruir la respetabilidad y el reconocimiento social de la función pública. Para ilustrar esto, elija Ud. el ejemplo que más le guste. Por desgracia hoy abundan.
Si se quiere racionalizar esta parte de los gastos del Estado, la solución no vendrá por una reducción arbitraria del sueldo de los funcionarios, sino atacando el problema de raíz. En España, por ejemplo, que más de 20.000 agencias vivan hoy de los presupuestos de las Administraciones Públicas. El sueldo que hay que pagar a esta inmensidad de funcionarios es solo un síntoma del problema más profundo de la irracionalidad de las funciones que ha ido asumiendo el Estado.
¿Cómo ir reduciendo las funciones del Estado? Quizá pasando por el filtro de las siguientes dos preguntas:
¿Cómo ir reduciendo las funciones del Estado? Quizá pasando por el filtro de las siguientes dos preguntas:
¿Es tal función asumida por el Estado socialmente necesaria?
Y si lo es, ¿no la podría (o debería) realizar la iniciativa privada?
Solo las funciones que pasasen esta criba serían las que debería realizar el Estado y mantener los cuerpos de funcionarios públicos necesarios, bien pagados, que se hagan cargo de ellas. Por ejemplo, la educación y la sanidad, los buques insignia del gasto social y popular, son claramente servicios públicos necesarios, pero no tiene sentido que como regla, y no como excepción, sean de gestión estatal cuando la iniciativa privada los puede proveer y con mayor eficiencia (para los que no entienden que no es sostenible realizar actividades económicas sin tener en cuenta el uso eficiente de los recursos, la próxima quiebra del gasto social será una lección dolorosa que tardarán en olvidar).
Pero si vamos avanzando vemos que otros servicios públicos, también necesarios, se podrían organizar de forma voluntaria por la iniciativa privada en régimen de libre competencia. En áreas tan sensibles como la seguridad de los centros públicos hoy estas labores las realizan empresas privadas, que compiten entre sí por prestar los mejores servicios con los menores costes que aseguren un buen servicio. En la administración de justicia están en expansión las agencias de arbitraje privado, con o sin ánimo de lucro, mejorando los servicios en caso de conflicto en el derecho privado. También están todos los servicios de limpieza, mensajería, atención al público, secretariado, etc. donde el Estado los está empezando a subcontratar y con muy buenos resultados
Pero aún así, todas estas nuevas iniciativas son muy limitadas e insuficientes. En la medida en que el Estado acepte circunscribirse a sus funciones legítimas y deje espacio a la iniciativa privada para proveer servicios públicos, aparecerán nuevas e insospechadas soluciones que mejorarán y abaratarán los servicios públicos. Tengamos la vista puesta en esto en los debates sobre la reducción de los gastos públicos que se avecinan.