Soy viuda. Mi marido murió de unas fiebres hace cinco años. Quedarse sin marido hoy en día es una desgracia tan grande como no tener hijos. Mujer, viuda y estéril. En un principio creía que moriría de hambre porque los únicos parientes que me quedaban vivían lejos, pero durante un tiempo mis vecinos y amigos me ayudaron. Después…
Después, un día me acerqué al templo y se estaba leyendo el rollo en el que se relataba la historia de aquella viuda de Sarepta que solo tenía un trozo de pan y un poco de aceite para ella y su hijo y el gran profeta Elías se las pidió para él. Obligada por la ley de hospitalidad con el forastero, no se lo guardó para sí, aún a riesgo de morir. Confió en aquel profeta de Dios y Dios confió en ella. No se acabó el aceite ni el pan. Dios guarda a la viuda y al huérfano.
Y lo hice.
Di el poco dinero que tenía.
Entré en el templo y lo dí. No para acabar con el hambre en el mundo, mis moneditas no dan para nada, sino para mi bien, para el bien de mi alma y de mi fe.
Si Yaveh ve, yo no sería confundida. Comprendí que todas las desgracias y penurias de mi vida estaban encaminadas a una sola cosa: tener confianza en Yaveh. O lo maldecía y lloraba mi destino injusto o… apostaba.
Desde entonces no me ha faltado de nada. Salgo adelante sin apuros. Siempre hay algún pequeño trabajo que hacer o una mano caritativa cerca de mí. Y duermo mejor que cuando estaba casada y andaba en mil preocupaciones y negocios. Y sobre todo lo que no me ha faltado es alegría, una serenidad y contento interior que nunca antes había sentido. Me siento libre y confiada en el mañana. Y sigo echando mis monedas en el templo. Hay rachas mejores y peores, pero nunca olvido dónde poner mi corazón.
Atardece y llevo una chaquetita de lana confeccionada por mí, a una amiga que acaba de tener un precioso bebé. De repente sale un muchacho de una casa como mareado y ausente, sin percatarse de que casi tropieza conmigo.
— ¿Te encuentras bien, muchacho?
No contesta y apesadumbrado se apoya en el murete que delimita la acequia que cruza el barrio. Me acerco e insisto:
— ¿Qué te pasa? ¿Te puedo ayudar? ¿Qué tienes?
Hablando como para sí mismo, como si yo no existiera, balbucea:
—Es un fraude. Nos ha engañado ha todos. Debe ser un fraude o… no comprendo, llevo tanto tiempo con él y no termino de entender nada…
Reconozco al joven. Es uno de los que acompaña al profeta que tiene a toda Jerusalén alborotada estos días.
— ¿A quién te refieres a Jesús, tu maestro?
Parece reaccionar y repara en mí. Mueve la cabeza asintiendo y gime:
—Dice que esa mujer ha hecho una buena obra al malgastar un perfume tan caro en él. Que pobres tendremos siempre para hacerles el bien, pero a él no le tendremos siempre.
No sé que decir. Le veo sufrir de verdad. Aguardo en silencio.
—Yo esperaba a un gran libertador, un hombre que pondría las cosas en su sitio. Yo esperaba a un hombre justo que impartiera justicia, que nos diera a los oprimidos la libertad. Un campeón, un héroe, un aplastador de romanos y tiranos, un … Pero él solo habla de sufrir, de soportar, de esperar. Solo habla de amor, incluso al enemigo. ¿Pero como se puede amar al enemigo? ¿Y porqué?... Al adversario hay que aplastarlo y aniquilarlo.
—Te equivocas de enemigo. No está afuera, está adentro. Los romanos pueden dominar nuestros cuerpos y vidas, pero no pueden dominar nuestra alma. Ella tiene otros peligros. He oído hablar a tu maestro y tiene razón. El amor al dinero es el gran enemigo. No podéis servir a dos señores. Lo sé por experiencia, créeme.
— ¡Tu que sabrás, mujer! ¡Eres una ignorante y te atreves a darme clases!
Me ha hecho daño su reacción, pero espero en silencio a su lado. Noto su lucha interior.
— ¿Qué debo hacer? Es un irresponsable, nunca piensa en el mañana, nunca me pregunta de cuánto dinero dispone el grupo, o qué hago con él. El dinero da poder, te abre puertas, hay que buscar recursos para subsistir… para cambiar las cosas. Pero él vive como despreocupado… Ese perfume despilfarrado, mientras hay tantos pobres, tanto hambre, tanta injusticia contra nuestro pueblo.
—¿Tú te encargas de la bolsa de vuestro grupo?
— Si.
—¿Y os ha faltado algo en este tiempo que llevas con él?
Silencio.
Sabe que no, pero no lo quiere admitir. Yaveh habrá provisto de lo necesario para ellos.
—El apego al dinero esclaviza y ensucia la vida. Si vas detrás del dinero, te alejarás de Yaveh. Tu maestro os quiere libres y confiados.
Reflexiona intentando comprender.
—¿Qué debo hacer? —me pregunta abatido.
—Da algo de vuestro dinero al templo.
—¡Nuestro dinero, para que lo gasten en sus negocios! Ridículo. ¿Para qué?
—Para sostener el templo y para sostener el hambre a su alrededor. Si no lo hacen así, allá ellos con sus cuentas ante Yaveh. Pero si no te fías de ellos entrégaselo al mendigo directamente. A las puertas encontrarás varios…pero no pongas nada por encima de Dios. Él nos da todo lo que tenemos, la vida y el alimento. Dios es señor del dinero. Lo importante es que deshagas el nudo que ata tu alma.
—El destino de mi dinero lo elijo yo. No va ir a parar a esos sacerdotes avariciosos ni esos borrachos que piden a las puertas.
—Da y no mires a quién y comprenderás muchas cosas.
—¿Eso es justicia? Esa despreocupación por los más desfavorecidos es cruel y egoísta... Quizás Jesús quiera el dinero para él.
Le veo luchar contra sí mismo, noto su forcejeo y debate interiores. Le provoco:
—Al final, ni dinero para Dios ni dinero para los pobres… ¿Y juzgas a tu maestro? ¿A quién sirves?
Estamos en un momento clave. Comprende la verdad. O el poder lo tiene el dinero o lo tiene Yaveh, él debe decidir quién es más fuerte en su vida, en su alma. Hago un último intento:
—No sé si tu maestro, ese Jesús, es verdaderamente el hijo de Yaveh, como se atreve a decir. Pero tengo claro que, como mínimo, es un gran profeta, un hombre de Dios. Sus palabras y actos cada día me convencen más. Harías bien en confiar en él. Todo se trata de confiar, probar y experimentar. Nuestro pueblo ha tenido la experiencia continua de la protección liberadora de la mano de Yaveh. Este galileo no habla una cosa diferente, pero se refiere a nuestro interior, primeramente.
El muchacho se rehace. Recobra su compostura y su cara se ilumina.
—Lo haré. Probaré.
—Pero no des una miseria, da una cantidad importante, algo que muestre a Yaveh de qué parte estás…y hazlo ahora. Empieza hoy a cambiar el mundo, empieza por ti mismo.
—El templo está cerrado.
—Busca un pobre.
—Por aquí no hay.
—Mira allí.
A unos cientos de metros atisbamos en la noche a uno que parece salido de la nada, buscando entre las basuras
Nos acercamos.
Cuando estamos a unos veinte metros, el muchacho me dice:
—Conozco a ese. Es un borracho.
—Da igual. No sabes lo que hará con el dinero. En cualquier caso el objetivo no es él, eres tú. Despréndete ahora.
Está parado, clavado en el suelo, atenazado.
Insiste:
—No entiendo como me has podido convencer. ¡Qué sabrás tú de las cosas de Dios! ¿Cómo te llamas? ¿De dónde eres?
—Eso da igual, muchacho. Hemos estado hablando y tu corazón ha ardido con la verdad. Haz lo tengas que hacer, pero hazlo ya.
Me mira tenso. Mira al pobrecito que se ha percatado de nuestra presencia y nos observa inquieto.
—Con mi dinero puedo hacer cosas mejores que alimentar vicios. Sin dinero no se puede hacer nada. Todo depende de en manos de quién esté.
Las últimas palabras las ha pronunciado en un tono frío y distante. Ha decidido en su interior su propio camino. El final de ese camino será imprevisible. Se da la vuelta y sin despedirse, se aleja en la oscuridad.
Me acerco al mendigo y le doy dos monedas. Yaveh había destinado que esa persona recibiera esa noche una dádiva y en la medida que he podido, he cubierto la deuda. De alguna manera una cifra se hacía hueco en mi mente, treinta monedas, pero aquella cantidad era desorbitante para mí.
Me vuelvo a casa, se ha hecho demasiado tarde para visitar a mi amiga. Me voy apenada y preocupada por el destino del joven que Yaveh ha interpuesto en mi camino aquella tarde.
Quizás Yaveh le otorgará una nueva oportunidad.
“El que es fiel en lo mínimo, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo mínimo, también lo es en lo mucho. Si, pues, no fuisteis fieles en el Dinero injusto, ¿quién os confiará lo verdadero? Y si no fuisteis fieles con lo ajeno, ¿quién os dará lo vuestro? Ningún criado puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero” (Lc 16, 10)
Después, un día me acerqué al templo y se estaba leyendo el rollo en el que se relataba la historia de aquella viuda de Sarepta que solo tenía un trozo de pan y un poco de aceite para ella y su hijo y el gran profeta Elías se las pidió para él. Obligada por la ley de hospitalidad con el forastero, no se lo guardó para sí, aún a riesgo de morir. Confió en aquel profeta de Dios y Dios confió en ella. No se acabó el aceite ni el pan. Dios guarda a la viuda y al huérfano.
Y lo hice.
Di el poco dinero que tenía.
Entré en el templo y lo dí. No para acabar con el hambre en el mundo, mis moneditas no dan para nada, sino para mi bien, para el bien de mi alma y de mi fe.
Si Yaveh ve, yo no sería confundida. Comprendí que todas las desgracias y penurias de mi vida estaban encaminadas a una sola cosa: tener confianza en Yaveh. O lo maldecía y lloraba mi destino injusto o… apostaba.
Desde entonces no me ha faltado de nada. Salgo adelante sin apuros. Siempre hay algún pequeño trabajo que hacer o una mano caritativa cerca de mí. Y duermo mejor que cuando estaba casada y andaba en mil preocupaciones y negocios. Y sobre todo lo que no me ha faltado es alegría, una serenidad y contento interior que nunca antes había sentido. Me siento libre y confiada en el mañana. Y sigo echando mis monedas en el templo. Hay rachas mejores y peores, pero nunca olvido dónde poner mi corazón.
Atardece y llevo una chaquetita de lana confeccionada por mí, a una amiga que acaba de tener un precioso bebé. De repente sale un muchacho de una casa como mareado y ausente, sin percatarse de que casi tropieza conmigo.
— ¿Te encuentras bien, muchacho?
No contesta y apesadumbrado se apoya en el murete que delimita la acequia que cruza el barrio. Me acerco e insisto:
— ¿Qué te pasa? ¿Te puedo ayudar? ¿Qué tienes?
Hablando como para sí mismo, como si yo no existiera, balbucea:
—Es un fraude. Nos ha engañado ha todos. Debe ser un fraude o… no comprendo, llevo tanto tiempo con él y no termino de entender nada…
Reconozco al joven. Es uno de los que acompaña al profeta que tiene a toda Jerusalén alborotada estos días.
— ¿A quién te refieres a Jesús, tu maestro?
Parece reaccionar y repara en mí. Mueve la cabeza asintiendo y gime:
—Dice que esa mujer ha hecho una buena obra al malgastar un perfume tan caro en él. Que pobres tendremos siempre para hacerles el bien, pero a él no le tendremos siempre.
No sé que decir. Le veo sufrir de verdad. Aguardo en silencio.
—Yo esperaba a un gran libertador, un hombre que pondría las cosas en su sitio. Yo esperaba a un hombre justo que impartiera justicia, que nos diera a los oprimidos la libertad. Un campeón, un héroe, un aplastador de romanos y tiranos, un … Pero él solo habla de sufrir, de soportar, de esperar. Solo habla de amor, incluso al enemigo. ¿Pero como se puede amar al enemigo? ¿Y porqué?... Al adversario hay que aplastarlo y aniquilarlo.
—Te equivocas de enemigo. No está afuera, está adentro. Los romanos pueden dominar nuestros cuerpos y vidas, pero no pueden dominar nuestra alma. Ella tiene otros peligros. He oído hablar a tu maestro y tiene razón. El amor al dinero es el gran enemigo. No podéis servir a dos señores. Lo sé por experiencia, créeme.
— ¡Tu que sabrás, mujer! ¡Eres una ignorante y te atreves a darme clases!
Me ha hecho daño su reacción, pero espero en silencio a su lado. Noto su lucha interior.
— ¿Qué debo hacer? Es un irresponsable, nunca piensa en el mañana, nunca me pregunta de cuánto dinero dispone el grupo, o qué hago con él. El dinero da poder, te abre puertas, hay que buscar recursos para subsistir… para cambiar las cosas. Pero él vive como despreocupado… Ese perfume despilfarrado, mientras hay tantos pobres, tanto hambre, tanta injusticia contra nuestro pueblo.
—¿Tú te encargas de la bolsa de vuestro grupo?
— Si.
—¿Y os ha faltado algo en este tiempo que llevas con él?
Silencio.
Sabe que no, pero no lo quiere admitir. Yaveh habrá provisto de lo necesario para ellos.
—El apego al dinero esclaviza y ensucia la vida. Si vas detrás del dinero, te alejarás de Yaveh. Tu maestro os quiere libres y confiados.
Reflexiona intentando comprender.
—¿Qué debo hacer? —me pregunta abatido.
—Da algo de vuestro dinero al templo.
—¡Nuestro dinero, para que lo gasten en sus negocios! Ridículo. ¿Para qué?
—Para sostener el templo y para sostener el hambre a su alrededor. Si no lo hacen así, allá ellos con sus cuentas ante Yaveh. Pero si no te fías de ellos entrégaselo al mendigo directamente. A las puertas encontrarás varios…pero no pongas nada por encima de Dios. Él nos da todo lo que tenemos, la vida y el alimento. Dios es señor del dinero. Lo importante es que deshagas el nudo que ata tu alma.
—El destino de mi dinero lo elijo yo. No va ir a parar a esos sacerdotes avariciosos ni esos borrachos que piden a las puertas.
—Da y no mires a quién y comprenderás muchas cosas.
—¿Eso es justicia? Esa despreocupación por los más desfavorecidos es cruel y egoísta... Quizás Jesús quiera el dinero para él.
Le veo luchar contra sí mismo, noto su forcejeo y debate interiores. Le provoco:
—Al final, ni dinero para Dios ni dinero para los pobres… ¿Y juzgas a tu maestro? ¿A quién sirves?
Estamos en un momento clave. Comprende la verdad. O el poder lo tiene el dinero o lo tiene Yaveh, él debe decidir quién es más fuerte en su vida, en su alma. Hago un último intento:
—No sé si tu maestro, ese Jesús, es verdaderamente el hijo de Yaveh, como se atreve a decir. Pero tengo claro que, como mínimo, es un gran profeta, un hombre de Dios. Sus palabras y actos cada día me convencen más. Harías bien en confiar en él. Todo se trata de confiar, probar y experimentar. Nuestro pueblo ha tenido la experiencia continua de la protección liberadora de la mano de Yaveh. Este galileo no habla una cosa diferente, pero se refiere a nuestro interior, primeramente.
El muchacho se rehace. Recobra su compostura y su cara se ilumina.
—Lo haré. Probaré.
—Pero no des una miseria, da una cantidad importante, algo que muestre a Yaveh de qué parte estás…y hazlo ahora. Empieza hoy a cambiar el mundo, empieza por ti mismo.
—El templo está cerrado.
—Busca un pobre.
—Por aquí no hay.
—Mira allí.
A unos cientos de metros atisbamos en la noche a uno que parece salido de la nada, buscando entre las basuras
Nos acercamos.
Cuando estamos a unos veinte metros, el muchacho me dice:
—Conozco a ese. Es un borracho.
—Da igual. No sabes lo que hará con el dinero. En cualquier caso el objetivo no es él, eres tú. Despréndete ahora.
Está parado, clavado en el suelo, atenazado.
Insiste:
—No entiendo como me has podido convencer. ¡Qué sabrás tú de las cosas de Dios! ¿Cómo te llamas? ¿De dónde eres?
—Eso da igual, muchacho. Hemos estado hablando y tu corazón ha ardido con la verdad. Haz lo tengas que hacer, pero hazlo ya.
Me mira tenso. Mira al pobrecito que se ha percatado de nuestra presencia y nos observa inquieto.
—Con mi dinero puedo hacer cosas mejores que alimentar vicios. Sin dinero no se puede hacer nada. Todo depende de en manos de quién esté.
Las últimas palabras las ha pronunciado en un tono frío y distante. Ha decidido en su interior su propio camino. El final de ese camino será imprevisible. Se da la vuelta y sin despedirse, se aleja en la oscuridad.
Me acerco al mendigo y le doy dos monedas. Yaveh había destinado que esa persona recibiera esa noche una dádiva y en la medida que he podido, he cubierto la deuda. De alguna manera una cifra se hacía hueco en mi mente, treinta monedas, pero aquella cantidad era desorbitante para mí.
Me vuelvo a casa, se ha hecho demasiado tarde para visitar a mi amiga. Me voy apenada y preocupada por el destino del joven que Yaveh ha interpuesto en mi camino aquella tarde.
Quizás Yaveh le otorgará una nueva oportunidad.
“El que es fiel en lo mínimo, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo mínimo, también lo es en lo mucho. Si, pues, no fuisteis fieles en el Dinero injusto, ¿quién os confiará lo verdadero? Y si no fuisteis fieles con lo ajeno, ¿quién os dará lo vuestro? Ningún criado puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero” (Lc 16, 10)