“Juan recorrió la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, como está escrito: Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios.” (Lc 3, 3-6)
En castellano, predicar en el desierto es sinónimo de perder el tiempo intentando convencer a alguien que se niega a escuchar. Es posible que en el lenguaje bíblico no quisiera decir exactamente lo mismo, pues el desierto estaba habitado por los nómadas. En nuestra época, sin embargo, el concepto parece más actual que nunca. Con frecuencia nos sentimos rodeados de un desierto de soledad. A nuestro alrededor muchos, si no todos, dan la impresión de ignorar o despreciar la fe. A pesar de que las iglesias siguen congregando a mucha gente, tenemos la sensación de que somos una pequeña minoría en retroceso.
Por eso la llegada de la Navidad que estamos preparando con el Adviento nos invita a vencer este sentimiento derrotista y a lanzarnos a la misión, comunicándoles a esos que nos rodean y hacen oídos sordos la buena noticia del amor de Dios. Muchos se encogerán de hombros, otros se reirán de nosotros y nos dirán que cómo es posible seguir creyendo en estas cosas en el siglo XXI. Pero no faltarán quienes estén aguardando el mensaje y que, gracias a que se lo proclamamos, lo reciben y se adhieren a él. No debemos olvidar que cada persona tiene su momento y que incluso aquellos que un momento antes se han burlado, pueden estar receptivos debido a que el dolor ha pasado por su vida y les ha purificado.
Prediquemos, pues, siempre. Prediquemos incluso en el desierto. Pero prediquemos sobre todo y ante todo en aquel sitio donde la responsabilidad es mayor: la propia familia.