Es insólito que la humanidad haya llegado al extremo de sentir extrañeza al ver gente educada, que no atenta contra la dignidad y la paz de nadie, que sabe respetar la libertad de los otros, y que sabe sonreír y cantar pase lo que pase. Digo Esto porque leo en el periódico que el SAMUR de Madrid está impresionado por la llamativa prueba de civismo que han demostrado cerca de dos millones de jóvenes. Pero no debe extrañarnos, porque el creyente, y más el practicante, piensa de otra manera, actúa de distinto modo, se siente realmente humano, prójimo de los otros. El cristianismo predica el amor, y amar no es otra cosa que preocupación, interés, por los demás, por su bienestar, su felicidad, su paz… En definitiva, el cristiano debe ser un hombre educado.
Pero estamos sufriendo toda una degradación del humanismo. Se lucha por el pan de cada día, y está bien, pero “no solo de pan vive el hombre”. No alimenta un pan comido con amargura, con odio, con un corazón retorcido por el revanchismo y la fiebre de venganza. El mundo está sufriendo las consecuencias de una sociedad ineducada, empapada de antivalores destructivos. El progresismo barato se ha empeñado en destruir la familia y la autoridad, y lo que ha conseguido es una juventud desvalida, enferma del alma, y con frecuencia también del cuerpo. Por las calles deambulan jóvenes sin ganas de vivir, cuyo único aliciente es el alcohol y el sexo. Jóvenes huérfanos de unos padres que no han sabido estar en su sitio, o que han tirado la toalla al verse impotentes ante tanta miseria.
En un panorama de este calibre es lógico que llamen la atención chicos y chicas normales, con la cabeza en su sitio y el corazón y el alma limpia. Son pecadores que saben pedir perdón, y se levantan cada día con el propósito de conseguir un mundo mejor con la Gracia de Dios. Porque, no lo olvidemos, Cristo dijo: Sin mí no podéis hacer nada.
Invito al lector a meditar estas palabras de Amado Nervo: Si amas a Dios, en ninguna parte has de sentirte extranjero, porque Él estará en todas las regiones, en lo más dulce de todos los países, en el límite indeciso de todos los horizontes.
Si amas a Dios, en ninguna parte estarás triste, porque, a pesar de la diaria tragedia, Él llena de júbilo el universo.
Si amas a Dios, no tendrás miedo de nada ni de nadie, porque nada puedes perder, y todas las fuerzas del cosmos serían impotentes para quitarte tu heredad.
Si amas a Dios, ya tienes alta ocupación para todos los instantes, porque no habrá acto que no ejecutes en su nombre, ni el más humilde ni el más elevado.
Si amas a Dios, no querrás investigar los enigmas, porque le llevas a Él, que es la clave y resolución de todos.
Si amas a Dios, ya no podrás establecer con angustia una diferencia entre la vida y la muerte, porque en Él estás y Él permanece incólume a través de todos los cambios (“Si amas a Dios”).
Este es el secreto: el amor a Dios. Los que sinceramente quieran buscar el por qué de ciertos estilos de vida que llaman la atención por su normalidad, su espiritualidad, su trascendencia, que sepan que la única respuesta válida está en el propósito de amar a Dios por encima de todas las cosas.
Vienen bien aquellas palabras de San Josemaría Escrivá: Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios… (Apuntes sobre la vida… p. 207).
Eso es lo normal en un hombre de fe. Lo contrario, aunque abunde, siempre será una excepción.
Juan García Inza