Las cosas nunca suelen pasar por casualidad. Al menos las que son verdaderamente importantes. Suele haber siempre un plan, bueno o malo, detrás de ellas. Hace años se lanzó un eslogan –“Cristo sí, Iglesia no”- que tenía como objetivo separar a los católicos de la Iglesia. El motivo era hacerles más frágiles, tanto en su fe como en su formación. Muchos se adhirieron a aquella propuesta y era frecuente oír decir eso de “yo soy católico como el que más, pero no quiero saber nada con los curas”.

La consecuencia es hoy bien visible: una amplia multitud de bautizados que están sumergidos en el relativismo y que sólo mantienen una relación con Dios más o menos sentimental. Esta inmensa mayoría es fácilmente manipulable y no duda en seguir al político demagogo de turno antes que a sus pastores, los obispos o el Papa.

Benedicto XVI ha querido que su último mensaje en la Jornada Mundial de la Juventud estuviera dedicado a este asunto, prueba evidente de la importancia que le da al mismo. Si empezó pidiendo a los jóvenes que no se avergonzaran de Cristo, ha terminado diciéndoles que es imposible seguir al Señor fuera de la Iglesia. Para añadir –al hilo de las lecturas del domingo en que tenía lugar la clausura de la JMJ- que esa comunión con la Iglesia sólo era completa cuando se estaba en comunión con Pedro, con el Vicario de Cristo, con el Papa. Todo lo demás es retórica, es falacia, es hacerle el caldo gordo al enemigo.

Después de esto, naturalmente, el Papa ha enviado a los jóvenes a evangelizar, a ser esperanza para un mundo que se les cae encima. Un mundo que les decepciona tras haberles prometido el paraíso en la tierra, la felicidad plena. Ese mundo idílico, ese “Estado del bienestar” en el que los hombres ya no añorarían el cielo eterno y no necesitarían a Dios, se les muestra a los jóvenes como una farsa, una burla, una amarga y cruel decepción. No tienen trabajo, no tienen esperanza, no tienen dinero y, los que aún lo tienen, tampoco encuentran en el gasto y la fiesta permanente la plenitud que buscan. Pero ahí están, o deben estar los jóvenes católicos, para ser testigos de esperanza, de que sí hay futuro cuando éste está basado y enraizado en Cristo.

Por último, el Papa les ha dicho otra cosa: vuestro mundo es más difícil que el de vuestros padres. Por eso, les ha aconsejado, necesitáis tener una ayuda que ellos no necesitaron tanto. No sólo no se puede “ir por libre” fuera de la Iglesia, sino que ni siquiera dentro de ella puede un joven de hoy subsistir a los ataques del mundo sin formar parte de una comunidad viva –sea un movimiento de espiritualidad o una parroquia-, en la que alimente su fe y forme su intelecto para dar razones a los que le pregunta.

El Papa ha terminado su tarea. La JMJ ha acabado. Ahora empieza la misión. La gracia de Dios siempre está y siempre podemos contar con ella. Depende, pues, de nuestra correspondencia a la misma el éxito o el fracaso de lo que el Pontífice, tan sabiamente, ha planteado estos días.