Hace semanas que tenía pensado el tema del artículo de hoy, pero el miércoles pasado me ocurrió algo muy curioso: asistí a una conferencia sobre el Espíritu Santo (a partir de ahora ES) y quedé tan fascinada por el tema que literalmente se me olvidó todo lo que había preparado. Para mí estaba claro: Dios quería que hablara sobre el ES.
Y yo le decía: “pero vamos a ver, Señor, si los teólogos a lo largo de la Historia le han llamado “el gran desconocido”, ¿qué voy a saber yo?” ¡Nada! Lo poco que he asimilado-y de aquella manera- de todas las clases, charlas, catequesis, homilías y conferencias que he escuchado en mi vida y de lo que he meditado en mi oración, sin autoridad académica ni científica que mueva a aceptar como cierto nada de lo que diga. Así que voy a recurrir a fuentes sólidas y fiables.
El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define así la palabra “espíritu”: Del lat. Spirĭtus. 1.Ser inmaterial y dotado de razón. 2. Alma racional. 3.m. Principio generador, carácter íntimo, esencia o sustancia de algo. 4.m. Vigor natural y virtud que alienta y fortifica el cuerpo para obrar. 5.m. Ánimo, valor, aliento, barío, esfuerzo. 6.m. Vivacidad, ingenio. 11. m. Rel. Don sobrenatural y gracia particular que Dios suele dar a algunas criaturas.
Y así sigue y sigue.
Yo tenía una imagen mental del ES muy abstracta y tirando a confusa: el amor entre el Padre y el Hijo hecho persona divina, el que nos hace nacer como hijos de Dios por el Bautismo, el que habita en nosotros por la Gracia, el que nos hace fuertes en la fe por la Confirmación, el que hace que podamos conocer a Dios, creer en Él y entenderle, el que nos mueve a obrar bien y desear a Dios… Todo eso es verdad, el ES es quien realiza todo eso en nosotros, pero es mucho más que eso, mucho más sutil y profundo que eso.
Podría limitarme a copiar citas de personas de peso empezando por el mismo Jesús de Nazaret, pero aunque no lo voy a hacer sí voy a emplear alguna para dar solidez a mis propios razonamientos. Por ejemplo, San Juan Pablo II en su catequesis del miércoles 13 de mayo de 1998 dijo: “el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas» (Gn 1, 2). Para decir «espíritu» se usa aquí la palabra hebrea ruah, que significa «soplo» y puede designar tanto el viento como la respiración.”
Y Jesús dice en Juan 3, 8: “El viento sopla donde quiere y oyes su voz pero no sabes de dónde viene ni adónde va”. Y en Juan 16, 13: “Cuando venga Aquél, el Espíritu de la Verdad, os guiará hacia toda la verdad.”
El ES no habla por sí mismo ni de sí mismo. Conocemos su acción en nosotros, los efectos que produce en nosotros, pero no sabemos qué aspecto tiene porque es inmaterial e invisible, por eso se manifiesta de la forma en que le da la gana en cada ocasión: una zarza que arde sin consumirse, una paloma, una columna de fuego, un viento huracanado, un brisa suave, un ruido, lenguas de fuego… siempre de maneras que podemos captar con los sentidos porque si no no podríamos siquiera hacernos una idea.
En la conferencia del miércoles pasado no escuché nada que no hubiera oído antes, pero sí lo entendí todo con una luz nueva, y me encantó. Ese fue el ES dándose a conocer.
La conferenciante dijo que los cristianos corrientes no somos expertos en el ES y no hablamos de Él como expertos, sino que somos testigos.
Yo también soy testigo, y como dijeron Pedro y Juan en Hechos 4, 20: “nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído.” Después de Pentecostés los Apóstoles no se podían callar, casi necesitaban gritar lo que sabían. Yo no he estudiado Teología pero sí he experimentado la acción del ES en mí, y de eso hablo y doy testimonio porque es demasiado grande y bueno y hermoso como para callármelo; a veces yo también siento ganas de gritar lo que he experimentado de Dios.
¿No te ha pasado a veces que has actuado de una forma especialmente buena sin que sea natural en ti? Por ejemplo, portarte bien con alguien que te cae fatal, tener un gesto de generosidad con alguien que según tú no se lo merece, cosas así que no te saldrían de forma natural. Pues eso es una acción directa del ES en ti.
Él es quien da la vida a la Iglesia y la mantiene en ella. ¿Cómo lo hace? Con su dones, con sus carismas. Los dones son el manual de instrucciones para relacionarnos con Dios en nuestra vida diaria, porque como decía Santa Teresa de Jesús, “también entre los pucheros anda Dios”, y la gente corriente vive a Dios en su vida corriente.
Los carismas son el alimento para la supervivencia de la Iglesia y para la evangelización. Son infinitos, tantos como necesidades tiene la Iglesia en cada momento. Es como si Mary Poppins sacara de su bolso lo que va necesitando. No son algo extraordinario sino algo ordinario, aunque sean una acción sobrenatural, una acción poderosa de Dios, porque eso es lo natural en Dios: lo divino, lo sobrenatural, lo poderoso, lo sobrehumano; la Palabra de Dios – o sea, Cristo- es tan potente, tan poderosa, que pasan cosas, que genera esos signos, prodigios y milagros. Pero Dios suele actuar de forma discreta y como sin que se note, por eso nos cuesta tanto a veces creer en Él y sus cosas.
Así, cuando oyes algo que te llega tan hondo que parece que lo han dicho sólo para ti, eso es el carisma de profecía. Cuando dices “estoy mal, pero si rasco un poco estoy bien”, eso es el carisma del gozo. O cuando suceden “signos y prodigios” que unos sólo los ves tú y otros son milagros patentes porque así lo quiere el Señor, eso es el carisma de sanación: “Si no veis signos y prodigios, no creéis” Jn 4, 48.
Los dones y carismas del ES son para compartirlos, si te los quedas para ti solo Él no te los da más.
El ES es insondable, es tan profundo, rico y misterioso que no se puede conocer en su totalidad, por eso es una gozada enorme cuando de repente te ilumina y caes en la cuenta de algo sobre Él.
La conferenciante nos invitó a profundizar en el conocimiento del ES asistiendo a un seminario. Copio la información e invito a todo el mundo a ir, tiene una pinta increíble: