Ayer escuché el testimonio de una joven boliviana que decía que ella se arrodillaba sólo ante Cristo –y no ante ningún líder político, incluido Evo- porque sólo Él se había dejado coronar de espinas por amor a ella. Después oí a un joven panameño, que contaba cómo sus amigos le habían dejado de invitar a las fiestas tras su encuentro con Cristo, lo duro que le resultó y la opción que hizo por asumir ese tipo de nuevo martirio. Más tarde vino el testimonio de un muchacho polaco que había logrado salir del nihilismo, de la apatía, y había recuperado la fe de sus mayores gracias a unos buenos amigos.

Llevo así varios días, dejándome catequizar por jóvenes de distintos países, lenguas, culturas y colores que han venido a Madrid a poner en común no sólo su experiencia de fe –tan ejemplar en un mundo que se les ha vuelto especialmente hostil- sino sobre todo su esperanza. Ellos no sólo creen en Dios, sino que están convencidos de que este mundo que se cae a pedazos a su alrededor tiene solución y que esa solución pasa por Cristo. Estos jóvenes que llenan Madrid son, ciertamente, el corazón y el orgullo de la Iglesia. Pero son también la esperanza del mundo, la esperanza de una sociedad que los ha maltratado, los ha acosado y que, sin embargo, ahora se empieza a dar cuenta de que los necesita. Sin ellos, sin el Dios que les sostiene, no hay futuro.