Se cumple tal día como hoy el 66 aniversario de una de las páginas más negras de la Historia, ésta doblemente negra que otras que le fueron contemporáneas, pues si en aquéllas, al menos, la sociedad internacional fue capaz de organizar algún tipo de reparación jurídica, en ésta de la que hablo ahora no lo hizo: me refiero al lanzamiento sobre Nagasaki de la segunda, y hasta la fecha última, bomba atómica arrojada sobre una ciudad con la deliberada intención de masacrar a su población.
 
            La bomba atómica de Nagasaki ocurrió el 9 de agosto del año 1945, tres días después de la primera detonación ocurrida en Hiroshima, igualmente en Japón. Para que dicha bomba cayera en la desgraciada ciudad de Nagasaki hubo de producirse una constelación de circunstancias tan inhumanas como desafortunadas para sus habitantes. Y es que Nagasaki no era el objetivo originariamente elegido para el holocausto, y sí lo era en cambio Niigata. El hecho de que estuviera lloviendo en ella llevó a dirigir el nuevo objetivo a Kokura, donde una espesa niebla salvó también a su población del sacrificio. Sólo en tercer lugar se eligió Nagasaki. Probablemente por un error, la bomba no cayó en el centro de la ciudad sino a un costado, lo que hizo que de sus 240.000 habitantes, “sólo” 75.000 murieran instantáneamente como consecuencia de la explosión, aunque a ellos se acabaran añadiendo posteriormente otros 65.000, como consecuencia de los efectos posteriores de la misma explosión, entre los cuales no el menor el de la radiación nuclear.
 
            Pues bien, en la ciudad mártir de Nagasaki se da una circunstancia que es poco conocida. Y es la de que por Nagasaki, en la práctica una fundación jesuítica, entró en Japón el cristianismo.

            Nagasaki se halla en una pequeña península en la costa sudoriental de la isla de Kiushiu, razón que la convierte en el primer puerto de entrada para toda nave proveniente del sur. Durante el s. XVI y antes, Nagasaki era una aldea sin importancia alguna, cosa que deja de ser así con la llegada de los portugueses, y con ellos, de los primeros evangelizadores que siempre acompañaban las embarcaciones lusas y españolas por todos los mares del mundo en los siglos XVI y XVII. Aunque ya en 1549 se registra la presencia en la isla del gran santo del Japón que no es otro que nuestro gran Francisco Javier, la evangelización de Nagasaki no comienza sino con la llegada en 1569 de otro heróico y esforzado jesuita, olvidado por la Historia, Gaspar Vilela, quien para 1571 había levantado ya una iglesia y había convertido a 1.500 personas.
 
            Intereses comerciales hicieron que el cristianismo conociera una rápida expansión en la ciudad. Por un lado, el deferente trato que recibían del señor de la zona, Yinzeyemón, quien quería ganarse la confianza de los portugueses para ser su agente en el mercado nipón; por otro, por el importante crecimiento que para la ciudad representó ese comercio con los mercaderes lusos, el caso es que para 1587 eran ya tres las iglesias o ki-kuwan (“panorama extraño”) existentes en la ciudad.
 
            La situación cambia en 1597, año en el que veintiséis misioneros (6 franciscanos, 3 jesuitas y 17 cristianos japoneses), canonizados en 1862, fueron crucificados en Nagasaki, destruyéndose un número de iglesias que ascendía ya ¡¡¡a 137!!!, amén de la universidad jesuítica de Amakusa y el seminario de Arima.

            Tras unos años de relativa tranquilidad, una nueva oleada de persecuciones comienza en 1614, año en que se produce la expulsión de los misioneros. En 1622 tiene lugar el que se conoce como el Gran Martirio y se empieza a practicar el fumi-ye, o imposición de pisar el crucifijo a todo aquél sospechoso de profesar el cristianismo (kirisuto-kyo en japonés), so pena de ejecución, a menudo en la cruz. En el período que va del 1603 al 1639, a los veintiséis mártires de 1597 se unen hasta ciento ochenta y ocho más, todos ellos beatificados por Benedicto XVI el 24 de noviembre de 2008.
 
            Cuando más de dos siglos después, en 1865, llega a la isla el Padre Petitjean se encuentra, para su sorpresa, una comunidad antigua de cristianos, la cual había sido capaz de sobreponerse no sólo a la persecución, sino también al profundo aislamiento en el que había quedado sumido el Imperio del Sol Naciente durante los siglos XVII, XVIII y parte del XIX.
 
            Para 1910, cuando Thomas Kennedy escribe su artículo sobre Nagasaki del que extraigo tanta de la información que brindo a Vds., existían en la gran provincia de Nagasaki casi 50.000 cristianos, un obispo, 26 clérigos, 67 iglesias, un seminario con 31 seminaristas, seis escuelas, tres hospitales y multitud de otros centros asistenciales (leproserías, internados de señoritas, asilos...).
 
            La bomba atómica de Nagasaki acabó, por lo menos, con dos tercios de la comunidad cristiana existente en Nagasaki. Descansen en paz sus mimebros y también cuantos les acompañaron en un holocausto más de los muchos injustificables y repugnantes que produjo esa guerra horrible y esperemos que irrepetible que fue la Segunda Guerra Mundial.
 
 
 
 
 
De los cristianos japoneses en la hora del horror
El Emperador Akí Hito reza por el Japón