Capítulo sexto de la obra “Los hermanos coreanos” del Padre José Spillmann de la Compañía de Jesús.
Entretanto el niño Yn y su hermano Kuan esperaban con suma impaciencia el regreso de la embajada. Ya había pasado el invierno con sus hielos y nieves y había llegado la primavera del año 1784, con sus templadas brisas y su brillante sol. Todos los días subían ambos niños a la colina de su casa de campo y miraban a lo lejos hacía el lugar por donde se veía mejor el río Han-kang entre los arbustos y matorrales de la ribera; pues las embajadas acostumbraban regresar, no por la Manchuria, sino siguiendo el curso del río Pei-ho hasta Tien-tsin, atravesando después el Mar Amarillo en juncos de vela.
¡Cuántas veces se engañaron los dos hermanos al ver a algún barco navegar río arriba a impulsos del viento del oeste! Esto mismo les pareció el día a que nos referimos, cuando vieron acercarse un gran junco; pero Kuan, que tenía muy buena vista, gritó, después de mirar haciéndose visera con la mano sobre los ojos:
-¡Son ellos! ¡Veo la bandera amarilla!
Y eran en efecto. Apenas tuvieron tiempo los niños de gritar, diciendo a su madre: “Ya vienen”, y de bajar la pendiente que conducía a la orilla del río, cuando el junco, empujado por fuerte viento, llegaba también al mismo lugar.
Yn vio a su tío y a su primo y los saludó, dándoles la bienvenida. Recogidas las velas, el barco se detuvo momentos después. Cuando se hubieron saludado, dijo Kim-y, a quien en adelante llamaremos con su nombre cristiano, Pedro:
-Me alegro de que ambos estéis aquí. Kuan, ve corriendo a casa, y que vengan algunos criados para que recojan esta gran caja que aquí viene, y entretanto quédate tú, Yn, al cuidado de ella, pues contiene libros cristianos y objetos de devoción. Creo que lo harás con gusto.
-¿Y te has instruido en doctrina del Señor del cielo?
-Sí, y no sólo me he instruido en ella, sino que la he abrazado. Pero mañana hablaremos de estas cosas y de muchas otras. Ahora tengo que ir a casa del gran mandarín, donde nos vestiremos para ir al punto al palacio real y entregar los calendarios y los regalos que le envía el emperador de la China.
Mientras tanto se había acercado apresuradamente a la orilla gran número de personas deseosas de ver la embajada que regresaba. Del cuerpo de guardia de una de las puertas de la ciudad próxima a aquel lugar, vino un piquete de soldados, y no tardó en llegar la banda de música del rey, enviada por el gran mandarín tan pronto como supo la noticia del regreso de los embajadores. También acudieron gran número de mozos de cordel y portadores de literas, de los que siempre hay muchos vagando por las calles de la ciudad, y no tardó en ponerse en movimiento la comitiva entre los acordes de la música y el redoblar de los tambores, seguida de numeroso pueblo deseoso de ver la solemne entrada de la embajada en el palacio real.
Dos mozos del buque trasladaron la caja desde el barco a la orilla, y el niño Yn se sentó sobre ella guardando el precioso tesoro, quedándose casi enteramente solo, pues todo el mundo había seguido a la comitiva. En aquel momento apareció allí de un modo tan inesperado como repentino el bizco La-men.
-¡Mira el gran vencedor en el juego de las cometas! -dijo en tono de burla al niño-. Ya han vuelto tu tío y tu sabio primo! ¿Le han traído regalos a su querido muñeco? A fe de hijo de mandarín del tribunal, que toda esa caja estará llena de ellos. ¡Levántate, que quiero verla mejor!
-Déjame en paz, La-men –dijo Yn sin levantarse-. No tengo nada que ver contigo.
-Ya lo creo, pues ahora no está aquí tu hermano, ni el necio maestro King tiene nada que mandarme; pero yo quiero tener que ver contigo, y te repito que te quites de ahí o te haré que vayas a dar en el río con los peces.
Yn, que se veía solo a la orilla del río en presencia de su enemigo, más fuerte que él, y cuya maldad conocía muy bien, buscó en vano auxilio en torno suyo: no había allí cerca ningún rostro amigo. Procuró, pues, la paz con buenas palabras, y por último dijo, viendo que nada conseguía:
-Es cierto que podrás arrojarme al río, pero considera que serías un asesino, y que Dios te castigaría si yo me llegara a ahogar. Pero la caja cuya custodia me ha encomendado mi primo, no te la dejaré mientras viva.
-Eso lo veremos -gritó el bizco lanzándose sobre él. Yn evitó hábilmente el golpe, y La-men perdió el equilibrio y cayó profiriendo una maldición, hiriéndose con el canto de la caja. Pero disimuló el dolor, y habiendo visto en ella el sello del gobierno chino, con que sólo eran selladas las cajas que contenían los regalos del emperador de la China, gritó:
-¡Sois unos ladrones! Os habéis quedado con una caja que pertenece a nuestro rey. Ahora mismo voy a llamar a los criados del tribunal de mi padre y te prenderán y se llevarán la caja a mi casa para que veamos que contiene.
-¿Te atreves a llamar ladrones a mi tío y a mi primo? -respondió Yn, a quién la cólera redoblaba las fuerzas, de modo que, como La-men intentara arrancar una tabla que estaba algo rota, y viera Yn que por la hendedura que en la tabla se hacía, sacaba aquel un rosario, se lanzó contra su adversario y chocó la cabeza de Yn contra el pecho de La-men tan violentamente, que en un momento después ambos rodaban por la arena.
Pero pronto cobró ventaja La-men, que era el más fuerte, el cual procuraba arrojar al río a su adversario. Este, notando su intención, se asía vigorosamente a las ropas de su enemigo y gritaba pidiendo auxilio. Ya se tenía por perdido, pues casi le faltaban las fuerzas, cuando llegaron Kuan y los criados, quienes al punto libraron a Yn de las manos de La-men. Éste, fuera de sí, les amenazó inútilmente con el poder de su padre y de los empleados del tribunal. Pusieron la caja en una parihuela y acompañados de los dos niños tomaron el camino de la casa de campo.
-No tengáis cuidado -gritó La-men-. Ya darán con vosotros. Aquí en la mano tengo la prueba de que habéis introducido contra ley hechizos extranjeros en Corea. Y levantaba la mano mostrando el rosario que había sacado de la caja, mientras corría en dirección a la cercana puerta de la ciudad.
-Déjale que corra –dijo Yn a uno de los criados que mostraba deseos de darle alcance-. La caja que contiene libros y santos objetos según la doctrina del Señor del cielo, ha venido de Pekín, sabiéndolo el gran mandarín; así ningún daño podrá causarnos ese malvado bizco.
Ya era entrada la tarde cuando llegaron de la ciudad a la casa de campo Kim y su hijo Pedro, los cuales abrieron la caja. Sacaron los numerosos libros que en ella venían y los pusieron en orden según sus títulos, y de cada uno de ellos apartó Kim un ejemplar muy bien encuadernado para su amigo, el gran mandarín, y otro para su antiguo maestro Tschai-pe.
Mañana –decía- se los llevaré yo mismo. Mucho se alegrarán, especialmente de la doctrina moral de Rit-si, superior, según los sabios chinos, aun a la del libro del gran Kon-fu-tse.
Kim se refería a la obra del jesuita Ricci, la cual aun hoy en día es muy apreciada en China por su doctrina y pureza de lenguaje chino en que está escrita. De los catecismos y libritos de devoción recibieron muchos Yn y Kuan para sí y para sus amigos. Después tocó el turno al paquete que contenía las estampas ¡Cuál fue la admiración de todos cuando las imágenes corrieron de mano en mano y cuando Pedro explicó su significado! Eran imágenes del niño Jesús en el pesebre, del mismo Salvador en la casa de Nazaret con María y José, o medio de sus apóstoles, o representaban algunas escenas de su pasión o de su resurrección y su ascensión; también había imágenes de la Santísima Virgen, de los apóstoles y de los santos. Yn y Kuan no se cansaban de ver y oír. Después fue abierto el paquete de los rosarios, y cuando Yn oyó la explicación de esta devoción, luego al punto quiso que Pedro lo rezara en alta voz. Pero éste le dijo que era cosa larga y que ya se hacía tarde. Abrió finalmente el paquete de las medallas y puso una al cuello de su primo Yn.
-Mira -exclamó éste lleno de alegría-, ésta es la imagen de la gran Señora, a quien Kuan y yo hemos rezado todos los días con nuestra madre. ¡Ahora me harás pronto discípulo de la doctrina del Señor del cielo!
-Sí, a ti y a tu hermano, tan pronto como sepáis el catecismo. Pero ya es hora de que vayamos a recogernos, que es tarde y estamos cansados.
Aunque el nuevo capítulo nos hace regresar a Corea. Recogemos esta noticia y las emocionantes imágenes del Obispo John Han Dingxiang, asesinado en 2007 después de padecer 35 años de prisión, poco antes de morir.
Obispos fieles y mártires en China
Desde diversos sectores católicos se plantea lanzar una campaña para pedir la liberación de Su Zhimin y Shi Enxiang, prelados encarcelados desde hace décadas y que pueden ser torturados hasta la muerte como los obispos José Fan Xueyan (1992) John Gao Kexian (2006) y John Han Dingxiang (2007).
Monseñor James Su Zhimin, obispo de Baoding, fue detenido el 8 de octubre de 1997 después de haber pasado 40 años en prisión. En 2003 sus familiares pudieron verlo en un hospital durante unos minutos, y desde entonces nada se sabe de él. Se desconoce el “delito” que cometió y el centro penitenciario en el que fue recluido. En 1950 fue etiquetado como “contrarrevolucionario” por no aceptar la supremacía de la gubernamental Asociación Católica Patriótica de China.
El 13 de abril de 2001, la policía se llevó a un lugar desconocido a monseñor Cosma Shi Enxiang, obispo de Yixian. Desde entonces se encuentra “desaparecido”. En 1957 se le impuso una larga condena que cumplió en un campo de trabajos forzados y en las minas de carbón de Shanxi, siendo liberado en 1980. En 1983 fue nuevamente detenido y permaneció tres años bajo arresto domiciliario; sin embargo, su persecución no había terminado, puesto que el régimen comunista lo mantuvo preso desde 1989 a 1993. En total, monseñor Cosma ha pasado 51 años de su vida en prisión por mantenerse fiel a Roma, sin quebrarse ni abjurar de su fe.
En realidad, la campaña que se planea es más testimonial que efectiva puesto que los obispos mártires James y Cosma, muy probablemente, ya han muerto; sin embargo, la iniciativa puede servir para dar a conocer la persecución que sufren los católicos pertenecientes a la Iglesia clandestina china. Los fieles a Roma, entre ellos centenares de sacerdotes, se pudren en los laogai y cárceles por no someterse a los dictados del Partido Comunista. Son los grandes olvidados de nuestro tiempo, aunque hayan sido torturados, asesinados y encarcelados durante décadas, como el buen obispo John Han Dingxiang, asesinado en 2007 después de padecer 35 años de prisión. En el vídeo aparece poco antes de morir.