Una tarea inacabable y apasionante de la Iglesia es la evangelizar las nuevas culturas que se van sucediendo y que tienen unos valores que son cristianos y otros que no lo son.
¿Hay en nuestro variopinto de hoy algún punto de encuentro en lo que se refiere al concepto de cultura? Los 130 estados participantes en la “Declaración de Méjico 1982” (UNESCO) aceptaron esta definición de cultura: “Con la palabra cultura, en un sentido general, se entiende el conjunto de rasgos distintivos, tanto espirituales como materiales, intelectuales y afectivos, que caracterizan una sociedad o un grupo social. Abarca, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales del ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias.”
Subrayemos que comienza con los valores espirituales y termina con las creencias, como contraste con otras posturas actuales de órganos internacionales.
Sería bueno añadir, para posteriores consideraciones, el aspecto de Ortega de la cultura como movimiento “casi natatorio” de la humanidad para no perecer en la naturaleza.
Adelantemos que una cultura construida sobre un concepto erróneo del hombre o del mundo –tal, aquella que niega la trascendencia-difícilmente puede contribuir a la felicidad del hombre. Por eso, la síntesis entre la fe y la cultura es una exigencia de la cultura. Pero también de la fe, puesto que una fe que no se convierte en cultura es una fe no aceptada plenamente, no pensada enteramente, no vivida fielmente.
De ahí que la Iglesia sienta una gran simpatía, y aún más, como una connaturalizad con quienes persiguen la búsqueda de lo verdadero y de lo bello.
Y, porque tiene clara conciencia de los dos puntos focales del hombre y de la humanidad consisten en proceder de Dios y volver a Dios, y porque la cultura es esencialmente un producto de nuestra experiencia vivida, no nos queremos detener en ninguna cultura como algo definitivamente conseguido, sino como algo que, porque es fruto del hombre, es renovable, frágil y perfectible, tanto en el aspecto científico como en el ético. He ahí una visión prospectiva de la cultura, que nos obliga a superar los puros condicionamientos de nuestra historia, para asumir éticamente, responsablemente, nuestro futuro colectivo, convencidos de que esto es posible.
Ningún hombre, y menos el cristiano, debería pasar por la vida “sufriendo” la historia, sin sentir la urgencia de “hacer “ la historia, ser protagonista de la misma, puesto que el hombre es el único ser que se mueve en una doble historia: la que le conforma y la que él hace.
¿Y si nos sentimos fracasados en el “hacer” de la historia? Tras la experiencia de la “Gran Guerra” de 1914 a 1918, que quedó con un erróneo adjetivo de “Gran”, cuando 50 años más tarde estalló la guerra más mundial que hubo nunca. Estos grandes sucesos pueden ennegrecer la visión de nuestro tiempo. En 1922, aludiendo a la Gran Guerra, en una carta dirigida a Bertrand Russell, Joseph Conrad manifiesta esta desalentadora visión de su tiempo: “Nunca pude hallar en el libro o en la conversación de un hombre nada que me convenciera bastante como para enfrentar siquiera un momento mi arraigado sentido de la que la fatalidad gobierna este mundo habitado por el hombre… El único remedio aplicable es el cambio de los sentimientos. Pero cuando se repasa la historia de los últimos 2.000 años, no hay muchos motivos para esperara tal cosa, y eso pese a que el hombre ahora vuela. El hombre no vuela cono un águila, vuela como un abejorro”.
Dejemos para la próxima semana hablar de los errores o carencias básicas de una cultura que fracasa. Vacíos que muchos lectores quizás ya intuyen.