Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron en ese lugar, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?" Jesús le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas". (Mt 22, 34-40)
 
El principal mandamiento es amar a Dios con toda nuestro corazón, alma y espíritu. Pero sólo podemos amar lo que conocemos y conocer a Dios no es sencillo.
 
Una vez conocemos a Dios, en la medida que Dios mismo se nos revela de forma pública y particular, entendemos el texto del Génesis:
 
Y dijo Dios: "Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra. Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, varón y mujer los creó (Gn 1, 26-27)
 
Conociendo a Dios podemos encontrarlo en nosotros mismos y darnos valor, en todo aquello que evidenciemos ser imagen de Dios. Viendo la imagen de Dios en nosotros, entendemos a Cristo cuando nos dice que el segundo mandamiento es semejante al primero: Amar al prójimo como a nosotros mismos… ya que al hacerlo, encontramos y amamos a Dios. Pero vayamos a lo interesante ¿Cómo conocemos a Dios para poderlo amar con todas nuestras fuerzas?
 
La respuesta más completa que conozco es mediante nuestro propio ser por medio del entendimiento, el afecto y la acción. Todas por igualdad y armonía. Es cierto que cada persona tiene una proporción interior que le predispone a caminar por una o varias de estas dimensiones. Pero aún así debemos rogar a Dios para que nos permita recibir el Espíritu y poder llegar a conocer más allá de nuestras limitaciones.
 
El Dios no es algo etéreo, inconsistente e informe. Haciendo un símil geométrico, Dios tiene forma y esa forma es absoluta e indiscutible. La forma se nos revela en todo lo que nos rodea... por mucho que nos parezca que “todo cambia” y que nada tiene consistencia.