“El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras la gente dormía, un enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó” (Mt 13, 24-25)
Esta parábola es una fiel descripción de la vida misma. Mientras algunos se esfuerzan por hacer el bien, otros van por detrás sembrando cizaña, haciendo el mal, destruyendo la labor que los otros han hecho. Y como es más fácil destruir que construir, con frecuencia tenemos la impresión de que el mal avanza y de que el bien pierde continuamente terreno. Esto nos suele producir desánimo e incluso crisis de fe, y con frecuencia –como en la parábola-, le preguntamos al Señor que por qué lo permite, que por qué no interviene.
Esta parábola es una fiel descripción de la vida misma. Mientras algunos se esfuerzan por hacer el bien, otros van por detrás sembrando cizaña, haciendo el mal, destruyendo la labor que los otros han hecho. Y como es más fácil destruir que construir, con frecuencia tenemos la impresión de que el mal avanza y de que el bien pierde continuamente terreno. Esto nos suele producir desánimo e incluso crisis de fe, y con frecuencia –como en la parábola-, le preguntamos al Señor que por qué lo permite, que por qué no interviene.
Dios tiene su tiempo y, desde luego, no es el nuestro. Debemos fiarnos de Él, pues sabe lo que se hace. Pero podemos y debemos hacer algo más. No basta con no desanimarse, hay que pasar a la acción e intentar vencer al mal con el bien. Debemos trabajar más rápido que nuestros enemigos y para ello tenemos que pensar en el magnífico salario que Cristo nos ha prometido: la vida eterna. ¿Qué haríamos por dinero? ¿No perdonaríamos, no socorreríamos, no estaríamos al lado del que sufre? Y si eso lo haríamos por cantidades más o menos grandes de dinero, ¿por qué no hacerlo por amor a un Dios que es nuestro Creador, que ha dado la vida por nosotros y que –no lo olvidemos- nos va a juzgar?
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