El relato continua así:
El veneno en las fuentes de la Mariblanca y del Ave María
La noticia es insensata. El propio corregidor de Madrid, para desmentir con los hechos el absurdo rumor, bebe en público algunos vasos de agua. Es inútil. Ya por la mañana de aquel 17 de julio de 1834 -sol de plomo sobre las calles madrileñas- se han formado en la ciudad grupos en actitud levantisca. Se comenta en voz alta, se amenaza, se grita. La multitud se encrespa ante ese rumor de que los frailes han lanzado a las aguas de las fuentes públicas sustancias envenenadas.
Una vieja dice que ha visto a un enviado de los religiosos envenenar el agua de la fuente de la Mariblanca -en la Puerta del Sol-. Otros cuentan que un fraile ha dejado caer los polvos venenosos en las cubas de agua que había junto a la fuente del Ave María, en la calle de este nombre.
Surgen enseguida armas. La actitud de los grupos es amenazadora por momentos. Mientras unos quedan en la Puerta del Sol, gritando; otros se dirigen vociferando hacia la Plaza Mayor. Van hombres y mujeres y chiquillos. Expresiones duras, frenéticas. En las manos, palos, escopetas y puñales.
El muchacho asesinado en plena Puerta del Sol
En el verano, los aguadores, a la pesada hora primera de la tarde, dejan sus vasijas de cobre en el borde de las fuentes y duermen la siesta. Ese día 17 de julio, los aguadores, como otras tardes, han dejado sus cántaros junto a los bordes de la Mariblanca y se defienden del calor dormitando. Un muchacho que por allí estaba pone, inconscientemente, la mano sobre uno de los cántaros. Alguien lo ve:
-¡Lo mandan los frailes para que envenene las aguas!
Se echan sobre él, lo persiguen, lo acorralan. Descargan sobre su cuerpo indefenso toda clase de golpes y de heridas. El muchacho cae muerto en plena Puerta del Sol, ante el edificio que había de ser más tarde Ministerio de la Gobernación.
Una nueva invención prende en el ánimo de la multitud enfurecida.
-¡Tenía un cómplice! ¡Y se ha escondido en el Colegio de los Jesuitas!
Y hacía allá. hacia el Colegio de los padres jesuitas de San Isidro, en la calle de Toledo, van las turbas.
Los sacos de arena que recibe el Padre Gracián
Un tal Pedro López, apodado el Tablas, dice que él mismo ha llevado desde una posada de la Cava Baja varios sacos de arena a un padre jesuita de los que tienen su residencia en el colegio de la calle Toledo.
- ¿Para qué quieren los frailes esos sacos de polvos? ¡Con eso es con lo que han envenenado las aguas!
Efectivamente, desde esas posadas de la Cava Baja varios sacos de tierra destinados al padre Gracián, uno de los jesuitas de la calle de Toledo. Se los enviaban desde Cataluña, y los arrieros los depositaban en aquellas posadas. El padre Gracián tenía su celda sembrada de aquella tierra que le enviaban desde Cataluña. Era de un apasionado misticismo, y mortificaba duramente su cuerpo. Se decía de él que dormía desnudo sobre la arena de la celda.
El Tablas lanza la patraña de que en esos sacos de arena que el padre Gracián recibe están los polvos que envenenan las aguas. Es un nuevo motivo para la furia popular, para el encono de las turbas crédulas y zafias, ignorantes y crueles, que se dirigen, llenas de rencor homicida, calle de Toledo abajo, hacía el Colegio de los Jesuitas.