Estamos continuamente provocados por nuestra libertad a escoger entre aquello que lleva hacia la verdad, bien y plenitud de nosotros mismos, y aquello que puede obstaculizar o impedir alcanzar esa meta. De lo primero, por lo general, somos más concientes que de lo segundo, porque a veces nos dejamos envolver y rodear por cizaña, sin darnos apenas cuenta.
El mal en nuestro mundo es algo inevitable, ahí está aunque esté no del todo desatado. Y lleno de engaño, ficción, malentendidos, daño y confusión. Está ahí como un perro rabioso o furioso, acechando y ladrando cada vez que nos movemos o hacemos algún intento por ser libres, por ser nosotros mismos, por ser fieles a la fe que se nos ha dado, por no conformarnos a la mentalidad común tan alejada del sentido común y la racionalidad más inteligente y mejor entendida.
En algunos ese mal forma parte de un ambiente, inevitable como digo, pero externo; mientras que en otros es sino fomentado y constitutivo de su propia atmósfera al menos es tolerado sin mucha queja o consciencia.
Está claro: unos prefieren, preferimos, y deseamos el trigo, mientras que a otros no les importa el efecto de la cizaña o colaboran activamente a que se desarrolle, ya sean conscientes del todo o no. O se es o no se es, o se está o no se está, así de sencillo y firme.
Se percibe una cierta "narcotización" o adormecimiento en muchas personas, realmente ejemplares o apreciadas en muchos aspectos de su personalidad (tal vez sea eso lo penoso, su poder de influencia), por repetidas embestidas del mal a las que no han contestado adecuadamente en su momento. Toleraron, permitieron acercarse tanto que poco a poco han sido heridos, mordidos, quizá sin darse cuenta y a su vez va germinando en ellos la misma rabia, sin darse cuenta.
Ciertamente el momento de la separación o discernimiento, purificación o juicio, de uno y de otra, del trigo y la cizaña, no ha llegado. Al menos no de una forma definitiva, pero parece que actualmente estamos atravesando un tiempo en el que se ve con más claridad dónde está uno y la otra.
Los enemigos de la Iglesia, la cizaña, dicen cobardemente y sin ningún fundamento que lo pruebe mínimamente, que ésta tiene el poder y el miedo como armas represoras para que nadie se salga del redil y todos sean auténticos borregos, negando desmanes y haciendo acatar normas inservibles y no adecuadas a la realidad presente.
Por contra, la Iglesia lo que sabe es dar testimonio de la fe, con sencillez y humildad, con la ayuda de la gracia de Dios en medio de un mundo que se resiste a creer, a amar y a esperar. Consciente de sus limitaciones y debilidades, arrepintiéndose y pidiendo por ello perdón una y mil veces, perdonando mucho más del doble, siendo trigo limpio para todos. Y así dispuesta a darse por entera, a darlo todo y no quedarse nada, por la Verdad y para que otros permanezcan abiertos a ella y puedan salvarse. Eso es dar trigo y hacerse trigo, pan, partido y repartido a todos, en el seguimiento de Jesucristo.
No basta con abrir los ojos, no basta con escuchar y seguir a quien nos lo pueda indicar, sino que se trata de una tarea de búsqueda y elección personal, así de sencillo y a la vez comprometido. Nadie está fuera de este trabajo. Urge contar con todos y cada uno de los que componen la Iglesia, es decir, aquellos que han optado por la fidelidad el Evangelio y la obediencia al Papa. No valen deserciones por miedos o debilidad. Sólo Su Espíritu basta.
Además, la desacreditación del equipo de la cizaña en el foro público es constante pero no todo el mundo sabe o puede verla. Por otro lado, la acreditación o el testimonio del trigo en todos los que podrían mostrarlo, a veces parece escasa o muy silenciosa, casi inaudible. No estoy en contra del silencio, al contrario, siempre que sea expresión de la unidad total con la Palabra. Pero de esa unión ha de brotar la misión.
Que podamos decir al final de nuestra vida como san Ignacio de Antioquía entregando la suya: “Soy trigo de Dios”. Seamos trigo limpio.