A veces nos pasa que nos ponemos cabezotas y nos rebelamos contra Dios. No en plan bruto como leemos en algunas partes del Antiguo Testamento pero sí en plan “pues hala, ahora no te hago caso”, más bien como niños pequeños que se enfurruñan con sus padres porque no les dan lo que quieren en ese momento.
Y suele coincidir precisamente con que Dios no nos hace caso –o eso nos parece a nosotros- ese arrebato de enfado que nos da y que nos hace adoptar una actitud de desobediencia y rebeldía en las cosas pequeñas de cada día, pues una rebelión de mayor calado suele darse más bien si acontece un hecho muy grave y doloroso que nos sacude hasta la raíz.
A lo que yo me refiero es a cosas como “pues hala, ahora no voy a misa” o “no me da la gana hacer la visita o la oración porque Tú no me estás haciendo caso, así que yo tampoco te lo hago”. Y dejamos de hacer cosas que hacíamos por amor, más que ponernos a hacer maldades.
Y así se nos va enfriando el alma poco a poco y sin darnos cuenta nuestro corazón se va volviendo seco y árido, deja de estar encendido y vibrante para las cosas de Dios y se va centrando en nuestras cosas, en nuestro yo. Y lo que al principio de ese enfado con Dios nos parecía que era ejercer nuestra libertad, hacer o dejar de hacer lo que nos daba la real gana y nos hacía sentir muy bien, empieza a ponernos arena en el corazón y a producirnos una sensación de insatisfacción y apatía.
Si seguimos por ese camino, a medida que pasan los días nos vemos con más tiempo para nosotros –ya no lo dedicamos a rezar- que no sabemos cómo ocupar porque eso que empezamos a hacer con mucha satisfacción y en lo que nos regodeábamos como diciéndole al Señor “mira, en vez de estar en misa estoy leyendo y no pasa nada”, ahora nos da igual o incluso nos aburre. El alma se nos está secando y, como cuando una herida empieza a cicatrizar, nos tira y nos pica y sentimos cierta desazón que no nos deja estar a gusto.
Es el momento de recapacitar y poner las cosas en su sitio, de reconocer que hemos tenido una rabieta infantil, que ese “pues ahora no te ajunto” nos ha fastidiado más a nosotros que a Dios y que le echamos de menos. Es el momento de ser un poquito humilde, de pedirle perdón y volver, aunque nos dé vergüenza. Esta sensación que conozco bien porque he tenido muchas pataletas con Dios nunca la he visto descrita con más claridad que en palabras de San Josemaría Escrivá: “Te apartaste del camino, y no volvías porque te daba vergüenza. –Es más lógico que te diera vergüenza no rectificar.” Camino, punto 985, capítulo “Perseverancia”.
Esto sirve para estas pataletas de andar por casa y para las grandes meteduras de pata. El Señor no nos ata ni nos encadena para que estemos siempre a su lado; deja que nos alejemos cuando nos da por ahí, como los padres, que nos quieren tanto que desean que estemos siempre cerca de ellos porque ahí estamos a salvo pero nos dejan tomar nuestras propias decisiones aunque estén viendo desde hace tiempo que si tiramos por ese camino nos vamos a estrellar.
Si son buenos padres y nos quieren de verdad nos dejarán ir por nuestra cuenta y estrellarnos porque tenemos que aprender y hay cosas que sólo se aprenden así: decidiendo, equivocándonos y dándonos un buen porrazo que nos duela.
Ellos –nosotros si somos los padres de ese hijo que vuela solo- nos ven con perspectiva y sufrirán durante todo el proceso, pero nos dejarán hacer y estarán esperando nuestro regreso con el bálsamo y las tiritas preparados. Y si tienen un mínimo de sabiduría, que seguro que sí, no nos dirán “ya te lo dije”, sino “anda ven, que te quiero mucho”.
Pues lo mismo Dios. No nos arrojará al fuego sino que irá refrescando nuestra alma reseca con vasitos de Gracia, a poquitos para no encharcarnos, lo suficiente para que sintamos que nos refrescamos y nos esponjamos por dentro y que queremos más. Y Él nos dirá: “todo lo mío es tuyo”, no como lo escuchó el hermano del hijo pródigo, que sonaba un poco a reproche, sino como “anda tonto, ¿qué buscabas por ahí, qué necesidad tenías de irte si en casa hay de todo y todo lo mío es tuyo?”, y como a ese hijo que se fue lejos y volvió, nos dará un abrazo de oso y nos cubrirá de besos.
Esta canción que comparto hoy me dice que si soy dócil con Dios, si le dejo moldearme y hacer en mí el plan que pensó para mi felicidad y mi santidad desde antes de crear el mundo, el día de mi muerte seré “una obra de arte digna para el Cielo.” Y que si me rebelo y me alejo de Él no pasa nada porque siempre está dispuesto a perdonarme y devolverme todo aquello que he rechazado en mi enfado, a humedecerme pronto con su gracia hasta que vuelva a ser barro de nuevo, que no me va a olvidar, no me va a rechazar sino que recogerá los pedazos de mi alma y la recompondrá, todas las veces que haga falta.
Barro, Señor (FSCC)
Barro, Señor, quiero ser barro blando
en tus divinas manos de alfarero,
barro que nada vale por sí solo
si Tú no lo modelas con tu genio.
Sólo barro, Señor, materia prima
tal como me creaste, húmedo y fresco
que de mi pobre barro harás un día
una obra de arte digna para el cielo.
Y en todo esto ¿qué tengo yo que hacer?
dejarme modelar por Ti, tu esfuerzo
creador irá puliendo las aristas
y dando vida a lo que estaba muerto.
Barro, Señor, ser sólo barro quiero
que nunca pida cuentas a su dueño
barro que no se seque y sea dócil
cuando lo aprietes fuerte entre tus dedos.
Así, poquito a poco, con el tiempo
será una realidad aquel proyecto
que eternamente dibujó en sus sueños
tu enamorada alma de Arquitecto.
Y si algún día en el pecado grave
se me hunde el alma y seco me endurezco
humedéceme pronto con tu gracia
hasta que vuelva a ser barro de nuevo.
Y si me rompo frágil y tu empeño
ves fracasado en trozos por el suelo
no me olvides Señor, no me rechaces
vuelve a recomponerme te lo ruego.
Barro, Señor, sólo soy barro.