El año 1982 fue el año del centenario Teresiano y yo andaba por esas fechas en el colegio. Me acuerdo perfectamente de que durante todo ese año la Madre Ana Paz (en mi colegio eran madres, no sores, en esto hay variedad) que era responsable de nuestro curso nos hablaba de Teresa de Jesús y nos hacía cantar la canción del himno Teresiano compuesta al efecto: «Teresa que tuviste la osadía de creer... mujer que fuiste santa sin dejar de ser mujer». 38 años después me acuerdo de la letra y de la música que, por cierto, dejaba muchísimo que desear (la música, la letra creo recordar que era de Martín Descalzo) y, desde luego, no era para nada del agrado de unas niñas de 13 años.
Pero ella erre que erre, hablando de la vía purgativa, iluminativa y unitiva, erre que erre con la transverberación, erre que erre con la oración... No nos hablaba de valores, de compromiso social, no nos hacía dinámicas de grupo, solo nos hablaba de Dios, de la vida mística... y, mira por dónde, creo que eso a mí me cambio la vida.
Descubrí a Teresa de Jesús, y me dio por leer su vida y de ahí a la de San Juan de la Cruz. Ahora que lo veo desde lejos, supongo que, en mis enfervorecidas lecturas adolescentes, imaginándome la transverberación directamente, había mucho o casi todo de fantasía, no lo dudo, pero a mí se me enamoró el corazón del Señor y eso no fue una fantasía.
El viaje de fin de curso fue, por supuesto, con parada en Alba de Tormes. Recuerdo ese día como si fuera ayer. Ahora me río recordando que yo pensaba ver el corazón de Santa Teresa como si hubiera muerto ayer y a punto de latir y me causo desilusión verlo como una piedra. Pero pasada la bobada inicial me quede ahí, quieta, mirando al sagrario y me ardía el corazón, si hubiera podido me hubiera quedado ahí directamente: ahora lo tenía claro, sería monja carmelita.
Evidentemente no me hice carmelita, pero esta experiencia nunca se me olvidó. Ahora soy yo la madre de adolescentes y me pregunto qué les estamos ofreciendo. Recuerdo esto porque la fe era algo grande, algo por lo que merecía la pena vivir y morir, un sentido para la vida, por lo menos así me lo transmitieron a mí, ¿es esta la fe que enseñamos a nuestros adolescentes? ¿o es una especie de compromiso social mezclado con consejos de autoayuda y una espiritualidad difusa y sincretista sin implicación moral y vital alguna y por supuesto desacralizada y antropocéntrica?
Si hemos despojado a los adolescentes de un cristianismo radical e ilusionante, si también les hemos quitado el ideal del matrimonio para toda la vida y la familia porque ahora las relaciones ya no son para siempre. Si les hemos quitado, además, la ilusión de desarrollarse profesionalmente porque parece que están abocados al paro y a recibir una ayudita para vivir ¿qué les hemos dejado? Nada, el vacío, la náusea ¿nos sorprendemos entonces de que se depriman, que no tengan ilusión, o que se unan a ideologías radicales que por lo menos les dan unos ideales por los que luchar, aunque sean falsos?
Pues ahora o nunca, tiempos recios estamos viviendo, tiempos en que todas las seguridades que teníamos en la ciencia, en la economía... todo eso se está cayendo y dejando un inmenso vacío, un vacío que nunca llenaron porque ese vacío que hay en el corazón humano es infinito, puesto que solo Dios puede llenarlo.
Propongamos como San Francisco: «ser Evangelio viviente», propongamos como San Rafael Arnáiz: «Solo Dios», propongamos como San Juan Pablo II la «aventura de la santidad», propongamos el «camino de perfección» de Teresa de Jesús. Todo lo demás sabe a poco.
Entre todas las personas que durante mi vida me han ayudado a acercarme a Dios, hoy quería tener un recuerdo especial a la Madre Ana Paz, y darle las gracias, por no decirme que debía de ser buena, que tenía que encontrarme a mí misma, que tenía que ser solidaria, sino solo por hablarme de Dios, de un Dios a quien a amar con pasión, con todo el corazón y con todas las fuerzas y un Dios capaz de inundarme con su amor, lo demás... ya me vino por añadidura.