La Iglesia es DE Dios y no una agregación humana, una unión corporativista que se den los hombres a sí mismos. Es de Dios porque su origen está en Jesucristo y está constantemente vivificada por el Espíritu Santo para ser el Cuerpo del Señor Resucitado, para ser la Esposa de Cristo, embellecida por la santidad de sus miembros.
De este origen sobrenatural y divino dependen todas las cosas en la Iglesia. Ella es Misterio, signo de algo mayor, pues nos lleva a Jesucristo.
Pero apunta De Lubac a un peligro, insidioso, amenezante, como es el de anunciar más a la Iglesia que a Cristo; el de predicar más sobre la Iglesia que sobre Cristo, desplazando el Objeto central. Serían entonces comunidades cerradas en sí mismas, discutiendo todo el día sobre sí mismas y la “renovación” de la Iglesia, de sus estructuras y jerarquía, más que salir valientemente a anunciar a Jesucristo y transformar desde dentro las estructuras sociales con la santidad de vida y la palabra profética.
“Hablando con demasiado exclusivismo de la Iglesia, no mostramos su verdadera realidad, que es de naturaleza sacramental. Sin pretenderlo, detenemos en ella nuestra mirada. Y por eso, los que nos escuchan y no han vivido su misterio se forman la idea de que es un objeto opaco. No resplandece en su transparencia mística. De ahí proviene la opinión, que está tan extendida, de que los hombres de Iglesia se predican a sí mismos” (De Lubac, Meditación sobre la Iglesia, p. 179).
Es necesaria de nuevo la valentía y el riesgo del anuncio de Jesucristo, ya que cada uno “encarna” a la Iglesia, “es” Iglesia, hace presente la Iglesia una cuando ejerce el oficio profético de anunciar a Jesucristo y da testimonio de él con obras y palabras:
“Cada uno de nosotros es miembro del Cuerpo único. Cada uno de nosotros, en medio de su modestia, “es” la Iglesia. Por medio de cada uno de nosotros la Iglesia debe anunciar el Evangelio “a toda criatura”, y hacer que brille su luz a los ojos de todo hombre que venga a este mundo, como en un candelabro que tiene la misión de sostener la antorcha. La Iglesia debe ocultarse en cada uno de nosotros ante su Señor, no siendo sino el dedo que lo muestra y la voz que transmite su Voz. Todos nosotros, cada uno a su manera, debe ser “un servidor de la palabra”” (Meditación sobre la Iglesia, p. 181).
La Iglesia anuncia a Jesucristo con el testimonio de su propia vida, pero entiéndase esto sin el corte moralista que hoy se le da. “Viviendo de su Espíritu es como la Iglesia muestra a Cristo y expande el nombre de Jesús como un perfume” (Meditación, p. 182). Sus obras iluminan la noche del mundo; su caridad, verificada en la concordia, la hermosea e interpela a quien la observa; crece jubilosa, se edifica con el canto nuevo. “Cuando la comunidad cristiana es fiel a Aquel que la reúne para habitar en medio de ella, todos pueden contemplar, a través de la Esposa, la hermosura del Esposo” (p. 183).
Quien contemple la belleza de la Iglesia Esposa, y descubra su vida, su liturgia, su espiritualidad, sus carismas y gracias, podrá contemplar a su Señor, ya que ella refleja pálidamente la plenitud de Cristo. Y si los demás no observan esta belleza, es porque a veces los católicos la vuelvan oscura o la desfiguran con sus infidelidades, por la falta de paz interior, por la ausencia de los dones y frutos del Espíritu Santo, por la división interna y el espíritu crítico que rompe la obediencia y la unidad eclesiales, por la esterilidad del que está paralizado y en nada contribuye a lo recibido pareciendo una Iglesia estéril más que la Iglesia Madre... Pero... pero siempre, incluso en las épocas más difíciles o decadentes, en las épocas de mayor oscuridad y crisis, los santos han brillado en la Iglesia personificando la belleza de la Esposa y siendo referentes y signos claros de Jesucristo. Los santos son el fruto maduro de la Redención, el testimonio creíble, el signo del eterno rejuvenecimiento de la Iglesia.
“Los hombres pueden faltar al Espíritu Santo, pero el Espíritu Santo nunca faltará a la Iglesia. Ella será siempre el Sacramento de Jesucristo, tanto por su testimonio como por sus poderes inadmisibles. Siempre nos Lo hará presente en verdad. Siempre reflejará su gloria por medio de sus hijos mejores. Cuando parece que ofrece señales de cansancio, una germinación secreta le prepara nuevas primaveras, y a pesar de todos los obstáculos que nosotros acumulamos, los santos resplandecerán siempre” (Meditación..., p. 187).
No es extraño que el camino de la Iglesia hoy deba situarse en la perspectiva de la santidad, cuidarse una pedagogía de la santidad, descubrir y proclamar la vocación a la santidad, tal como señaló Juan Pablo II en la carta Novo millennio ineunte, proponiendo a todos “la alta medida de la vida cristiana ordinaria”.
¡Grande entre los grandes, De Lubac! No es extraño que formaran un equipo en plena síntesis él, Von Balthasar y Ratzinger, al fundar la revista internacional Communio.
Si queréis beber de grandes maestros, leed a De Lubac. Os agradará.