Es altamente significativo un dato que proporciona este icono: la mirada de Dios en la zarza. No mira a Moisés cuando se está descalzando, quedando anclado en el momento de ese encuentro sino que la mirada de Dios se dirige a Moisés cuando comienza a descender del Horeb (Ex 3) De lo que se podrían considerar algunos aspectos:


    a) Mirada de amor

    La mirada de Dios es mirada amorosa, de protección y Compañía, atenta a Moisés, atenta a esa mirada a la vida concreta del hombre que Él ha enviado a una misión salvífica. No estamos solos, ¡nunca estamos solos!, Dios mira y acompaña. No estamos solos: aunque se experimenten multitud de rupturas, de decepciones, de desafíos, de persecuciones, y uno esté solo tantas veces, sin la experiencia humana de sentirse arropado o comprendido por alguien, Dios está, Dios mira, Dios acompaña en la misión, Dios va rompiendo la soledad del hombre. Moisés pudo ser enviado porque Dios lo mira siempre con amor acompañándole. Dios no se desentiende del hombre: “Está”, “Es el que es”, “Es el que está con nosotros”.



    b) Mirada benefactora y bondadosa

    La mirada de Dios es siempre benefactora para el hombre. Tanto san Juan de Ávila como san Juan de la Cruz lo sintetizarán diciendo que “el mirar de Dios es amar y hacer mercedes” (CB 19,6).

     En las Escrituras aparecen los ojos de Dios y su mirada como una referencia a la bondad de Dios: “Mira a tu pueblo”, “Inclina tu oído, Señor, y escucha; abre tus ojos, Señor, y mira” (2Re 19,16), “mira mis trabajos y mis penas” (Sal 24,18);  “los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia” (Sal 32), porque “tu guardián no duerme ni reposa” (Sal 120). Es una mirada de amor que penetra el corazón del hombre: “¿Adónde iré lejos de tu aliento, adónde me escaparé de tu mirada? Si escalo el cielo...” (Sal 138). Lo peor que puede pasar es que Dios deje de mirar, gire su rostro: “Yo tampoco tendré una mirada de piedad” (Ez 10,9). La mayor mirada, la más impactante, la de Jesucristo encarnado: “lo miró y lo amó” (al joven rico), “lo miró con cariño” (Mc 10,21).


    c) Mirada providente hacia el futuro

    La tercera anotación: la mirada de Dios es una mirada al futuro, porque Dios es el Dios de las promesas, del futuro, de la Alianza (cf. Rm 9, 4) que Él va a llevar a plenitud; siendo Alfa es también Omega (Ap 22,13). Dios mira a Moisés que desciende, mira y acompaña a su pueblo encaminándolo a un futuro de plenitud, ¡su pueblo elegido!, para que haga el éxodo y conducirlo a la Tierra prometida, imagen y tipo del Cristo total, Cabeza y Cuerpo. Con razón san Pablo llamará a Dios “el Dios de la esperanza” (Rm 15,13). Él no es Dios de muertos sino de vivos (Lc 20,3), es el Dios de las promesas, El Que mira siempre adelante y conduce más allá –duc in altum!, mar adentro- a su pueblo. Es Aquél que da “un porvenir y una esperanza” (Jr 29,11), que promete “unos cielos nuevos y una tierra nueva” (Ap 21,1).

    Es Dios del futuro, de la esperanza:

     “Un tercer elemento que se extiende a través de todo el pensamiento bíblico: ese Dios es el Dios de la promesa. No es un poder de la naturaleza en cuya epifanía se revela el eterno poder de la naturaleza, el eterno “muere y vivirás”; no es un Dios que orienta al hombre hacia lo eternamente idéntico del círculo cósmico, sino a lo venidero, a aquello hacia lo que se dirige la historia, a su término y meta definitivos; es el Dios de la esperanza en lo venidero. Ésta es una dirección irreversible” (Ratzinger, Introducción al cristianismo, pp. 96-97).