Nos cuenta Alfonso Aguiló la experiencia tan fuerte, y tan aleccionadora, que tuvo Victor Frankl, joven psiquiatra judío, en los campos de concentración nazis. Es toda una lección de grandeza humana ante la barbarie que estaba sufriendo.
Victor Frankl
Sus padres, un hermano y su mujer habían muerto en las cámaras de gas. Él mismo había sido torturado y sometido a innumerables humillaciones. Durante meses, nunca pudo estar seguro de si al momento siguiente lo llevarían también a la cámara de gas, o se quedaría de nuevo entre los que se salvaban, o sea, entre aquellos que luego tenían que llevar los cuerpos a los hornos crematorios, y retirar después sus cenizas.
Víctor Frankl había nacido en Viena pero era de origen judío, y eso precisamente le había conducido hasta aquellos campos de concentración nazis de la Segunda Guerra Mundial. Allí experimentó en su propia carne la dura realidad de una tragedia que asombró y asombra aún al mundo entero. Fue testigo y víctima de un gigantesco desprecio por el hombre, de todo un cúmulo de vejaciones y hechos repugnantes que, por su dimensión y su crueldad, constituyeron una dolorosa novedad en la historia.
Frankl era un psiquiatra joven, formado en la tradición de la escuela freudiana, y fiel a sus principios, era determinista de convicción. Pensaba que aquello que nos sucede de niños marca nuestro carácter y nuestra personalidad, de tal manera que nuestro modo de entender las cosas y de reaccionar ante ellas queda ya esencialmente fijado para el futuro, sin que podamos hacer mucho por cambiarlo.
Sin embargo, aquel día, estando desnudo y solo en una pequeña habitación, Frankl empezó a tomar conciencia de lo que denominó la libertad última, un reducto de su libertad que jamás podrían quitarle. Sus vigilantes podían controlar todo en torno a él. Podían hacer lo que quisieran con su cuerpo. Podían incluso quitarle la vida. Pero su identidad básica quedaría siempre a salvo, sólo a merced de él mismo.
Comprendió entonces con una nueva luz que él era un ser autoconsciente, capaz de observar su propia vida, capaz de decidir en qué modo podía afectarle todo aquello. Entre lo que estaba sucediendo y lo que él hiciera, entre los estímulos y su respuesta, estaba por medio su libertad, su poder para cambiar esa respuesta.
Fruto de estos pensamientos, Frankl se esforzó por ejercitar esa parcela suya de libertad interior que, aunque sometida a tantas tensiones, era decisivo mantener intacta. Sus carceleros tenían una mayor libertad exterior, tenían más opciones entre las que elegir. Pero él podía tener más libertad interior, más poder interno para decidir acertadamente entre las pocas opciones que se presentaban a su elección.
Gracias a esa actitud mental, Frankl encontró fuerzas para permanecer fiel a sí mismo. Y se convirtió así en un ejemplo para quienes le rodeaban, incluso para algunos de los guardias. Ayudó a otros a encontrar sentido a su sufrimiento. Les alentó para que mantuvieran su dignidad de hombres dentro de aquella terrible vida de los campos de exterminio. En aquel momento de tanto desprecio por el hombre, de un desprecio como quizá no había conocido la historia, cuando una vida humana parecía no valer nada, precisamente entonces la vida de este hombre se hizo especialmente valiosa.
En las más degradantes circunstancias imaginables, Frankl supo sacar partido de modo singular al privilegio humano de la autoconciencia. Y le sirvió para comprender con mayor hondura un principio fundamental de la naturaleza humana: entre el estímulo y la respuesta, el ser humano tiene la libertad interior de elegir. Una libertad que nos caracteriza como seres humanos. Ni siquiera los animales más desarrollados tienen ese recurso: están programados por el instinto o el adiestramiento, y no pueden modificar ese programa; es más, ni siquiera tienen conciencia de que exista.
En cambio, los hombres, sean cuales fueren las circunstancias en que vivamos, podemos formular nuestros propios programas, proponernos proyectos en la vida y alcanzarlos. Podemos elevarnos por encima de nuestros instintos, de nuestros condicionamientos personales, familiares o sociales. No es que esos condicionamientos no influyan, porque sí influyen, y mucho, pero nunca llegan a eliminar nuestra libertad.
Y son esas dotes específicamente humanas las que nos elevan por encima del mundo animal: en la medida en que las ejercitamos y desarrollamos, estamos ejercitando y desarrollando nuestro potencial humano.
Hasta aquí el impresionante relato. Uno no termina de comprender como en pleno siglo XX se podían cometer estas atrocidades, propias de energúmenos sin corazón. Tal vez esto fueron aquellas pandilla siniestra capitaneados por un loco, un endemoniado, llamado Hitler. Pero ya en siglo XXI siguen las atrocidades cometidas por regímenes democráticos de todo el mundo contra los seres humanos aún no nacidos. El aborto es un exterminio masivo con la “bendición” legal de los casi todos los gobiernos, e incluso con la “bendición” de algunos hospitales católicos. ¿Hemos perdido la cabeza? Algún día será juzgada esta sociedad por crímenes contra la humanidad.
Juan García Inza