Si en un país donde hay cinco millones de parados y casi la mitad de sus jóvenes no encuentra trabajo, hubiera una institución que alimentara a un millón de familias y que, a lo largo del año, hubiera atendido a casi cuatro millones de necesitados, ¿cuál tendría que ser la postura del Gobierno de ese país hacia esa institución? Si en ese mismo país, la misma institución tuviera más de cinco mil colegios que le ahorran al estado casi cinco mil millones de euros, ¿cómo tendría que comportarse el Gobierno? Y si, afectados por la crisis económica como los demás, los miembros de esa institución decidieran no reducir la ayuda que dan a los pobres, sino aumentarla aun a costa de quitárselo a otras cosas, ¿qué opinión merecerían esas personas?
Podríamos seguir así, con ejemplos concretos referidos a otros ámbitos –el cultural, por ejemplo, o el formativo-, pero con los citados es suficiente. Porque la respuesta que el sentido común, la lógica y el interés del pueblo da a los interrogantes planteados es sólo una: El Gobierno de un país que contara con una institución así debería sentirse muy afortunado y hacer todo lo posible por cuidar de dicha institución. Al margen de quién sea ésta.
Ahora bien, ¿de qué institución estamos hablando? ¿De la masonería? ¿De los sindicatos? ¿De los partidos políticos? ¿De los clubs de fútbol? ¿De las organizaciones progresistas de artistas y titiriteros? ¿De los medios de comunicación? No. De ninguna de éstas estamos hablando. Estamos hablando de la Iglesia católica. Sí, de la vieja, denostada, acosada y supuestamente moribunda Iglesia católica. Pues bien, esta anciana y teóricamente decrépita institución, hace eso y mucho más. Porque ella y sólo ella da la poca formación que reciben los niños y adolescentes españoles. Sólo ella se atreve a ser voz de los que no tienen voz y a desafiar al poder de los medios y de los políticos cuando llevan a cabo campañas suicidas contra la vida. Ella atiende, con sus setenta mil agentes de pastoral, a millones de personas que sufren las mil heridas de la vida –una de las cuales es el paro, pero no la única-. ¿Y qué recibe a cambio?
Lo hemos visto recientemente en la “ocupación” por los indignados indignadores de la Puerta del Sol: insultos. ¿Cómo se atreven estos supuestamente revolucionarios a pedir más empleo fijo y menos Crucifijos?. Más empleo sí, Pero ¿qué tiene que ver con la desaparición del Crucifijo? Eso les delata: son hijos del sistema progre-socialista –si no pagados por ellos-, que ni saben ni quieren saber lo que la Iglesia hace por la sociedad, porque es lo que les han enseñado durante décadas gracias a la formación anti religiosa que, como uno de sus principales objetivos, ha promovido el Gobierno. Ese Gobierno, por lo tanto, no sólo no agradece ni honra a la institución que tanto ayuda a los ciudadanos, sino que hace todo lo posible por acabar con ella. Entre otras cosas, envenena el alma de los jóvenes para que identifiquen a la Iglesia con lo peor y le hagan culpable de males con los que no sólo no tiene nada que ver sino que, además, está luchando activamente contra ellos.
Así son las cosas en España. El objetivo del Gobierno no es hacer lo posible para que la gente viva bien. Eso no es cierto ni lo ha sido nunca. Su objetivo es, ante todo, destruir a la Iglesia. El laicismo es su meta, su verdadera meta, su única meta. Todo lo demás es propaganda, adorno, envoltorio. Y han triunfado. Han triunfado incluso cuando han fracasado. Porque si bien ningún presidente del Gobierno ha sido tan odiado como Zapatero, ni se va tan humillado ni repudiado por propios y extraños como él, su obra queda ahí: unos jóvenes destruidos moralmente, que le rechazan a él ciertamente pero que han hecho suyas sus consignas, su filosofía vital. Si rechazaran de verdad a Zapatero, deberían rechazar lo que él promovió y entonces su lema debería ser: “Más empleo fijo y más crucifijos”. Zapatero, que pasará a la historia con el apelativo de “el odiado”, por desgracia ha vencido. Ha dejado una España llena de zombis, de “muertos vivientes”. Son esos jóvenes que han sido desprovistos de la esperanza y que ya no pueden creer en los políticos pero tampoco pueden creer en el Dios de sus mayores. ¿A dónde irán esos jóvenes? Son carne de cañón para un demagogo. El campo está preparado para el incendio y la historia nos enseña que, cuando esto sucede, más pronto o más tarde aparece la chispa que prende el fuego.
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