No sé si todos distinguimos bien la acción del Padre, la acción del Hijo, y la acción del Espíritu Santo; porque ya sabemos que toda acción de Dios es común a las tres divinas personas, aunque se les atribuyan acciones distintas.
Hecha esta aclaración, vamos con el primer ejemplo.
Un joven, cuyo papá era muy rico va al banco del que era cliente su padre y pide una cantidad significativa de dólares, y le dicen que no se los podían dar. Vuelve al poco tiempo, los vuelve a pedir y se los vuelven a negar. Lo comenta con su papá y éste autoriza al banco para que le den a su hijo todo lo que pida. A los pocos días vuelve el joven al banco, pide el dinero como de costumbre, y se lo dan.
Apliquemos el ejemplo a la Historia de la humanidad desde una perspectiva cristiana.
El Padre tiene un tesoro de gracias de valor infinito. El Hijo con su pasión y muerte hace que el Padre lo ponga en sus manos.
Antes de la muerte y resurrección de Jesús el hombre no podía conseguir ninguna gracia y ningún don porque el Hijo todavía no había puesto el tesoro del Padre con todos sus dones y gracias en manos de la Iglesia, como el padre del ejemplo no había autorizado que su hijo podía disponer de sus bienes.
Y surge una pregunta: ¿Cómo se salvaron pues los que murieron antes de Cristo? Aunque el tesoro de los méritos de Jesús no estaba todavía a disposición de la Iglesia, el Padre ya había decidido darnos en Jesús todos los tesoros de su gracia. Y así como el padre del ejemplo va al banco y concede a su hijo el derecho de disponer de sus bienes, los que vivieron antes de Cristo reciben los dones y las gracias porque el Padre ya había decidido dar todo lo suyo a su Hijo. Por tanto, se salvan por los méritos PREVISTOS DE CRISTO.
Y surge otra: ¿Cómo nos salvamos los hombres después de la redención de Cristo? Porque ya esos tesoros infinitos de Cristo están a disposición de la Iglesia y es el ESPÍRITU SANTO quien los distribuye a quien quiere y como quiere.
Otro ejemplo, el jardín con muchas clases de árboles.
Los árboles necesitan agua para dar fruto. La misma agua los mantiene en vida, los hace crecer y dar fruto. Y los frutos son distintos según la clase de los árboles; unos producen manzanas, otros peras, otros higos… cada uno según su especie. Unos son los frutos de los misioneros, otros los de los sacerdotes, otros los de los casados, otros los de los consagrados, otros los de los médicos, abogados, labradores, oficinistas… Distintos frutos de distintos árboles, pero todos fecundados por el agua del Espíritu.
Y otro: Vamos a hacer un pan. ¿De qué lo hacemos? De la harina. ¿Dónde se cuece? En el horno. Pero si la harina la metemos en el horno, mezclada o no con el fermento ¿saldrá un pan? No, es necesaria el agua. El agua del Espíritu es necesaria para que de la harina que somos nosotros, salga un pan que sirva para alimentarnos nosotros y nuestros hermanos. Si no nos humedece el Espíritu, jamás seremos un pan tierno y sabroso que necesitamos.
Y otro ejemplo que viene al caso
Es un ejemplo que pone la guinda a los tres anteriores. Supongamos que estamos en una barquichuela en el mar y, como estamos cansados de remar, no avanzamos hacia donde queremos llegar a pesar de que tenemos el viento a favor. ¿Por qué? Porque no hemos desplegado las velas. Si las desplegamos avanzaremos rápidamente.
El Espíritu es como ese viento huracanado que apareció el día de Pentecostés y que rompe dificultades y trabas que nos impiden avanzar hacia nuestro destino que es la santidad; podemos ser santos, pero santos de verdad. Sólo lo seremos en la medida en que despleguemos las velas para recoger las fuerzas que el Espíritu nos brinda a través de sus dones.
José Gea