Todo el mundo era de un mismo lenguaje e idénticas palabras. Al desplazarse la humanidad desde oriente, hallaron una vega en el país de Senaar y allí se establecieron.

Entonces se dijeron el uno al otro: «Ea, vamos a fabricar ladrillos y a cocerlos al fuego.» Así el ladrillo les servía de piedra y el betún de argamasa. Después dijeron: «Ea, vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos, y hagámonos famosos, por si nos desperdigamos por toda la haz de la tierra.» Bajó Yahveh a ver la ciudad y la torre que habían edificado los humanos, y dijo Yahveh: «He aquí que todos son un solo pueblo con un mismo lenguaje, y este es el comienzo de su obra. Ahora nada de cuanto se propongan les será imposible. Ea, pues, bajemos, y una vez allí confundamos su lenguaje, de modo que no entienda cada cual el de su prójimo.» Y desde aquel punto los desperdigó Yahveh por toda la faz de la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por eso se la llamó Babel; porque allí embrolló Yahveh el lenguaje de todo el mundo, y desde allí los desperdigó Yahveh por toda la faz de la tierra
. (Gn 11, 1-9)
 
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Una torre para llegar a la cúspide de los cielos y hacernos famosos. ¿Cuántas torres estamos construyendo para llegar a los cielos por nuestros medios?

Quizás sean demasiadas las torres que cada día se levantan con tal pretención. Cada torre tiene su arquitecto y una cuadrilla de operarios especializados. Ante la magnitud de la obra, los equipos buscan constantemente nuevos operarios. Cuanto mayor poder y relevancia se puede atraer más operarios e incluso tentar a los que trabajan en otras torres. Los constructores no solo están concetrados en su torre, sino que intentan destruir las torres que le hacen sombra a la suya.
 
Pero ¿Realmente necesitamos torres para llegar a Dios? ¿A Dios se accede mediante grandeza humana? No. Dios está con nosotros y por eso es innecesario recurrir a los servicios de los renombrados constructores de torres. 
 
Además, todas las torres terminan igual. Nunca se terminan. Nunca llegan a su destino. Siempre aparecen nuevas lenguas que hacen imposible el trabajo en común. Lenguas que parten de la soberbia y orgullo. Lenguas que nos separan y nos alejan unos de otros. La separación es un síntoma que nos debería hacer reflexionar y conducirnos a un remedio eficaz.
 
Tras Pentecostés podemos reflexionar sobre el don de hablar y entender lenguas que nos ofrece el Espíritu. Esto sucedió en el discurso Kerigmático de San Pedro en Pentecostés. Todos los que lo oían entendían perfectamente lo que decía. Su lenguaje era la lenguaje de la unidad. El Don de Dios es la unidad… nunca la dispersión.
 
¿Pedimos suficientemente a Dios que nos ilumine con los dones de hablar en lenguas y el entendimiento del prójimo? Necesitamos recibir más que nunca el Espíritu Santo. Nos sobran constructores de torres.