Acostumbrados como estamos a lo inmediato y gobernados por hombres que no hacen proyectos de futuro porque su único objetivo es ganar las siguientes elecciones, nos estamos sumergiendo en una crisis que va a hacer inviable el futuro de la civilización occidental. La Iglesia está pagando, como no podía ser de otro modo, la elevadísima factura de la apostasía masiva de aquellos que no entienden y no aceptan que ella se comporte igual que lo hacen los políticos y que lo hacen la inmensa mayoría de los ciudadanos. Porque la Iglesia, debido a que es de Dios, no mira sólo el presente o el corto plazo, sino que mira a la realidad y eso le lleva a abstraerse de la utilidad inmediata de las cosas para valorarlas tal y como son y no en función de unos resultados que pueden ser muy venenosos aunque se obtengan enseguida.
Hay dos casos que esta semana confirman lo que digo –en realidad, hay muchísimo más todos los días-. Me refiero a dos informes. Uno de ellos confirma que si se hubiera hecho caso a la Iglesia se habrían evitado al menos seis millones de enfermos de sida, que han sido contagiados por la vía de la promiscuidad sexual aún teniendo acceso al preservativo. El otro nos dice que la importantísima empresa farmacéutica Bayer se enfrenta con 7000 denuncias de mujeres afectadas por los efectos secundarios de las píldoras anticonceptivas y que, como consecuencia, en Estados Unidos van a revisar la presunta inocuidad de ese medicamento.
¿Cuánto ha soportado y tiene que seguir soportando la Iglesia por no haber cedido a la presión que le pedía bendecir tanto el preservativo como la píldora anticonceptiva? ¿No sufrió un auténtico martirio Pablo VI por la Humane vitae? ¿No han sido acosados, insultados y calumniados Juan Pablo II y Benedicto XVI por la cuestión del sida? Ahora resulta que los médicos –ahí está el informe de “The Lancet”-, recomiendan prácticamente lo mismo que la Iglesia (empezar con la abstinencia y seguir por la fidelidad), pero nadie pide cuentas por los seis millones de enfermos que se podrían haber evitado si se hubiera hecho caso a la Iglesia y ni siquiera lo hacen los mismos afectados, en cambio, si la Iglesia hubiera bendecido el preservativo los abogados carroñeros que la han acorralado en los casos de pederastia estarían ahora haciéndose aún más ricos al acusar a la Iglesia de ser la responsable moral del contagio de sus clientes. Y lo mismo sucedería con el preservativo. Bayer tendrá que dar cuenta ante los tribunales, ciertamente, pero quizá no lo tendría que hacer porque habrían cargado contra la Iglesia si Pablo VI hubiera dicho que se podía usar la píldora anticonceptiva como se puede utilizar una aspirina contra el dolor de cabeza.
¿No deberían meditar sobre esto los que se fueron de la Iglesia porque decían que era una retrógrada oscurantista a la que no le importaba el sufrimiento de sus hijos? ¿No deberían meditar los que siguen insultándola? Incluso los afectados por el sida o por la píldora, ¿no tendrían que reconocer que si hubieran hecho caso a la Iglesia no estarían en esa situación? Sin embargo, aunque esto es tan claro, muy pocos lo hacen. Pagamos el elevadísimo precio de ver cómo nuestros hijos se van de la familia seducidos por una publicidad de lo inmediato y de ver que ni siquiera cuando los hechos nos dan la razón vuelven al hogar del que se fueron para su desgracia. Es el fin de una civilización absurda, pero no es el fin de la Iglesia. No nos alegra ver su fracaso, que es también el nuestro. Hemos tenido razón y la seguimos teniendo, pero no estamos contentos ante el espectáculo de los enfermos de sida, de los niños abortados o de las mujeres enfermas. Nos apena que ni siquiera cuando son víctimas de sus errores se den cuenta de la causa de su sufrimiento, pero no podemos hacer otra cosa. Ante una civilización obstinada en suicidarse, sólo nos queda seguir siendo fieles a Cristo y rezar.
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