Una gran tristeza para la Iglesia es que haya curas que no confiesen. No ya que no confiesen sus pecados, que ya está feo, sino que no administren el sacramento del perdón, dedicando buena parte de sus horas a esta noble y necesaria tarea. Y a esto me voy a referir, en parte.

Más allá de los beneficios obvios para el penitente, la escucha de los pecados y su custodia en el silencio del corazón son una herramienta, a mi modo de ver, fundamental para que los sacerdotes conozcan en profundidad las almas a las que tratan de acercar a Dios. Almas por las que serán preguntados en el día propicio.

Y más allá de la mera escucha de los pecados, se ha de estimar en alto grado el bien que se deriva de la concisa orientación pastoral que se pueda hacer en el breve rato de una confesión. Porque el penitente, además de perdonado, necesita saberse escuchado y quiere ser reconfortado en el dolor que siente por las faltas cometidas, por haber fallado al Maestro, por haberle dado la espalda al Señor.

No se trata, en principio, de tener una conversación profunda, pausada, asemejable a un rato de dirección espiritual. Se trata, tan sólo, de una palabra de aliento coherente con lo que se ha confesado.

Porque lo que sigue, me lo ha contado un buen amigo: "Llego a la iglesia, hago el examen de conciencia, confieso y, casi sin terminar y cuando esperaba que que me diera una mínima pauta, el sacerdote eleva las manos, recita la fórmula de la absolución y no me da ni penitencia. Estaba buscando sentirme acogido y perdonado y me sentí como echando una moneda en una máquina de absoluciones".

Este tipo de confesión exprés tiene un riesgo. Que quien se confiesa en un lugar porque casi siempre hay oportunidad de hacerlo, deje de acudir al perdón con igual constancia por no sentirse escuchado, acompañado, acogido y reparado con afecto.

Que no sólo se trata de confesar mucho, sino también de confesar bien.