Hace ya bastante tiempo lei (quizás lo vi en una película) una frase que no olvidaré jamás. De hecho, me viene a la mente con frecuencia y reconozco que me ayuda mucho. Habla de algo que ya sabía pero muchas veces hace falta una formulación genial para que algo se te incruste en el cerebro. Y este ha sido mi caso.
No recuerdo muy bien los detalles del contexto pero, más o menos, dos personas hablaban sobre hacer algo que no debían. Más bien, una de ellas quería hacerlo e incitaba al otro a seguirle. El primero, con un tono un poco farisaico propio del momento, para tratar de convencer a su compañero le dijo: “Vamos hombre. Si no hace daño a nadie”. Y este, serio, le respondió: “Me hace daño a mi”.
Está claro que si la perfección empieza por conocerse a uno mismo, este estaba en buen camino. Desde que oí ese “Me hace daño a mi” reconozco que soy más cuidadoso con mi actitud. Son muchas las ocasiones en que se corre el riesgo de caer en el “no hace daño a nadie”, sin pensar que el primer perjudicado de mis malas obras soy yo mismo. Normalmente uno cree que una vez no importa, ni dos, pero la repetición pronto se convierte en costumbre, y la costumbre en seguida pasa a ser ley. Y cuando llegas a este punto ya te has causado un daño irreparable. Y para colmo te das cuenta de otra gran verdad: que lo que me hace daño a mí, siempre acaba haciendo daño a los demás.
Aramis