Quizá sean detalles que pueden pasar desapercibidos, pero es llamativa la relación casi continua que establecía Juan XXIII entre el papa León XIII y la luz. Y ¿porqué llamativo? Porque es la luz, en concreto la luz en los cielos, el lema que de la profecía de san Malaquías le corresponderá a León XIII. Cuanto menos no deja de ser sorprendente que el mismo papa que puso en solfa a los profetas de desventuras sea quien, paradójicamente, haga del acervo malaquiano un lugar común. Y no de una profecía cualquiera, sino justo la de san Malaquías, aquella que la tradición popular había visto como la cronología del fin del mundo, medido esta vez con el reloj de los Papas.
Pero, ¿qué es eso de san Malaquías? En cierto modo era la profecía por antonomasia del pueblo cristiano. Y si hoy Nostradamus ha silenciado en la memoria colectiva la pasión y admiración que en su día despertara esta profecía, no se debería olvidar el lugar principalísimo del que gozó a lo largo de siglos. Y es que la profecía dicha de san Malaquías no es más que una relación de lemas alegóricos que corresponderían a cada papa hasta el fin. Al menos eso dice la profecía: fin. Y claro, tan tajante afirmación genera una atracción tal sobre lo desconocido, lo viniente, que tenía al pueblo cristiano entusiasmado ante la comprensible sencillez del reloj de nuestro destino. Bastaba con saber el lema que correspondía a cada papa para, simplemente tirando de dedos, calcular los restantes. Y así, a la cuenta de la vieja, parecían dominarse los inescrutables designios del Altísimo.
[...] Gloria olivæ.
In prosecutione extrema S.R.E sedebit.
Petrus Romanus, qui
pascet oves in multis tribulationibus:
quibus transactis civitas septicollis diruetur,
et Iudex tremendus iudicabit populum suum. Finis.
Que en castellano significa:
«[...] La gloria del olivo.
Durante la última persecución de la Santa Iglesia Romana reinará.
Pedro el Romano, quien
apacentará a su rebaño entre muchas tribulaciones;
tras lo cual, la ciudad de las siete colinas será destruida
y el tremendo Juez juzgará a su pueblo. Fin.»”
Años ha bastaba con traer a colación la lista de estudiosos de tal profecía para comprender la importancia y seriedad que se le otorgaba a la relación papal. Pero la atrevida ignorancia de nuestros tiempos quiere ubicar en el mismo y esotérico cajón del tarot o el viaje astral tan aclamada profecía. Y al final, el sentir del vulgo acaba afectando a quien debe decir y decidir, operándose ese misterioso contagio a la inversa, por el cual quien debía empujar hacia arriba de los otros, es arrastrado hacia abajo. Es un hecho, busquen prohombres de Dios, de la Iglesia, que hoy hablen de esto públicamente. Pues hasta hace bien poco esto no era así. El mismo Juan XXIII no tenía reparo, cuanto menos, en recoger el acervo cultural de esta profecía. Acervo que pertenecía al imaginario occidental tanto como el santo grial o los jinetes del Apocalipsis. Acervo cultural de toda la Iglesia, incluidos los mismo papas, desde luego, que gustaban de relacionarse tanto a sí mismos como a sus antecesores con el lema malaquiano correspondiente. Conocido es el fervor de Pío XII por su lema, hasta el punto de que permitió (hay quien dice que impulsó) un documental biográfico titulado… sí, titulado como su lema malaquiano: Pastor Angelicus. Hasta Wikipedia se hace eco de tal gracieta. Pero es que así fue.
En cierto modo el silencio sobre la profecía se produce con Pablo VI. Son muchos los factores que lo explicarían. De entrada la cercanía del final de la profecía, que lleva a una lógica cautela. Otro factor decisivo fue la racionalización de la fe. Tanto quiso bajar la Iglesia hasta el hombre, hablándole en su lenguaje, que al final se olvidó de subirle al Cielo. Sobraba lo extraordinario. Y en tal escenario, mejor no mentar lo profético. Simplemente el aggiornamento silenció lo extraordinario, quizá no dolosamente, sino más bien como quien arrincona un trasto viejo.
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