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El símil utilizado por San Ireneo es muy adecuado y evidente. El acebuche cuidado e injertado se transforma en olivo. El ser humano, cuando vive dentro de y recibe en su corazón la palabra de Dios, se convierte en un nuevo ser nacido del Espíritu.
Siempre me he preguntado la razón para que la efusión del Espíritu, que vivió en sus primeros tiempos, se fuera atenuando y transformándo en un soplo más suave y personal. Leyendo este texto de San Ireneo he encontrado una razón interesante para ello. En los primeros tiempo no existían textos que recogieran de Dios. Evangelio y Tradición se comunicaban oralmente. Es evidente la necesidad de una capacidad adicional de discernimiento y animación para que la Palabra de Dios se transmitiera. Cuando esta Palabra se puso por escrito y fue accesible a todos, el Espíritu dejó de soplar como huracán y se volvió brisa leve que susurra al oído.
Los efectos sobre el corazón del ser humano también son diferentes. En los primeros tiempos las evidencias de nuestra Fe eran pocas y necesitaban de un combustible especial para prender nuestra alma. Hoy en día las evidencias son muchas y depende de nuestra voluntad aceptarlas.
Lo cierto, tal como indica San Ireneo: “así el hombre que no acoge con la fe el injerto del Espíritu, sigue siendo lo que antes era […]no puede recibir en herencia el Reino de Dios.
Pocas veces nos preguntamos a nosotros mismos si dejamos que el Espíritu injerte en nosotros proveniente de Dios. Nos cuesta aceptar que la conversión es un proceso continuo que dura toda nuestra vida y no una cómoda estación Termini.
Este domingo celebramos Pentecostés, que se marca como el momento en que se manifestó por primera vez. Entonces se realizó por medio del Espíritu Santo. Hoy en día, también debería seguir siendo el Espíritu quien nos animara a dar testimonio y actuar. Que Dios nos envié su defensor y nos ayude a transformar nuestra agrietada naturaleza.