Volvamos al relato de Pentecostés. El Espíritu penetra en una comunidad congregada en torno a los apóstoles, una comunidad que perseveraba en la oración. Encontramos aquí la segunda nota de la Iglesia: la Iglesia es santa santidad, y esta santidad no es el resultado de su propia fuerza; esta santidad brota de su conversión al Señor. La Iglesia mira al Señor y de este modo se transforma, haciéndose conforme a la figura de Cristo. «Fijemos firmemente la mirada en el Padre y Creador del universo mundo», escribe San Clemente Romano en su Carta a los Corintios (19,2), y en otro significativo pasaje de esta misma carta dice: «Mantengamos fijos los ojos en la sangre de Cristo» (7,4). Fijar la mirada en el Padre, fijar los ojos en la sangre de Cristo: esta perseverancia es la condición esencial de la estabilidad de la Iglesia, de su fecundidad y de su vida misma.

 Este rasgo de la imagen de la Iglesia se repite y profundiza en la descripción que de la Iglesia se hace al final del segundo capítulo de los Hechos: «Eran asiduos -dice San Lucas- en la fracción del pan y en la oración». Al celebrar la Eucaristía, tengamos fijos los ojos en la sangre de Cristo. Comprenderemos así que la celebración de la Eucaristía no ha de limitarse a la esfera de lo puramente litúrgico, sino que ha de constituir el eje de nuestra vida personal. A partir de este eje, nos hacemos «conformes con la imagen de su Hijo» (Rom 8,29). De esta suerte se hace santa la Iglesia, y con la santidad se hace también una. El pensamiento «fijemos la mirada en la sangre de Cristo» lo expresa también San Clemente con estas otras palabras: «Convirtámonos sinceramente a su amor». Fijar la vista en la sangre de Cristo es clavar los ojos en el amor y transformarse en amante.
(Joseph Ratrzinger, El Camino Pascual)


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Pentecostés nos ayuda a entender a la Iglesia como comunidad que unida mediante dos elementos esenciales: sacramentos y oración.

¿Qué peso tienen en nuestra comunidad eclesial estos dos factores? Ciertamente la organización es importante, al igual que la intendencia y la proyección externa. No seré quien quite un ápice de importancia a todo esto, pero el centro de la comunidad son los sacramentos y la oración compartida

Se puede objetar que una Iglesia dispensadora de sacramentos es una Iglesia inoperante y quienes lo dicen llevan toda la razón. Es evidente que dispensar sacramentos como quien reparte fichas de dominó, no nos lleva a ninguna parte. La acción del Espíritu Santo no vivifica lo mecánico e inanimado, vivifica a quienes están en camino el camino de la conversión.

"…la acción del Espíritu Santo está limitada a los que se van orientando hacia las cosas mejores y andan en los caminos de Cristo Jesús, a saber, los que se ocupan de las buenas obras y permanecen en Dios(Orígenes – De Principis, 1305). 

 
Personalmente pienso que lo importante no es repartir sacramentos, sino propiciar la conversión necesaria para recibir verdaderamente los sacramentos. Incluso alabo la valentía de reservar los sacramentos cuando quien los solicita no esté preparado o predispuesto a recibirlos adecuadamente. En un mundo de derechos mecánicamente adquiridos, preservar el sentido de los sagrado es heroico.

Por otra parte, este texto también nos ayuda a entender que la comunidad eclesial no es, por si misma, un factor de unidad, ni un factor que nos permita ser más santos. La comunidad es el resultado de la vida sacramental común y la oración común. ¿Cómo podemos hace a la Iglesia más santa y más unida? La única manera es a través de la conversión personal. Tenemos que mirar la Sangre de Cristo y convertirnos sinceramente a su Amor.

Este breve texto promueve muchas reflexiones ante la próxima celebración de Pentecostés. Estimado lector, espero que disfrute tanto como yo de estas reflexiones. No dude en compartir sus reflexiones con nosotros. Es maravilloso compartirse en comunidad.