Los que nos movemos en ambientes cristianos seguramente hemos escuchado alguna vez hablar de la teología de la liberación o de la teología de la prosperidad. Es cierto que nos encontramos en un tiempo algo convulso en la Iglesia, en el que parece que existen diferentes teologías o maneras de entender el Evangelio.
A partir del Concilio Vaticano II descubrimos la tendencia de los que apuestan por la reforma y la renovación en la Iglesia para un tiempo nuevo; la tendencia de los que apuestan por una reforma que haga surgir una Iglesia nueva para este tiempo; y la tendencia de los que no apuestan por la reforma que aporta el Concilio, bien de manera explícita o implícita.
Aunque el Evangelio de Jesucristo es uno, en demasiadas ocasiones parece que existen tantas interpretaciones como personas; sin embargo, somos nosotros los que debemos ajustarnos a Cristo y no al revés. En la Iglesia no estamos llamados a la uniformidad sino a la unidad del Evangelio desde la diversidad de los creyentes. Algunos están empeñados en la uniformidad de los creyentes desde la diversidad del Evangelio, pero no podemos pretender una Iglesia que se mueva con el mundo sino que siempre debemos trabajar por una Iglesia que mueva al mundo, como decía el genial Chesterton.
El papa Francisco, que no teme incomodar la teología de algunos, habla muy claro al respecto cuando se refiere al peligro de la mundanidad espiritual en la Iglesia. En el número 94 de la Evangelii gaudium afirma sin miedo a despertar susceptibilidades:
“Esta mundanidad puede alimentarse especialmente de dos maneras profundamente emparentadas. Una es la fascinación del gnosticismo, una fe encerrada en el subjetivismo, donde sólo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos. La otra es el neopelagianismo autorreferencial y prometeico de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado. Es una supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar. En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás interesan verdaderamente. Son manifestaciones de un inmanentismo antropocéntrico. No es posible imaginar que de estas formas desvirtuadas de cristianismo pueda brotar un auténtico dinamismo evangelizador.”
Como vemos, tal y como expresa el papa Francisco, existen formas desvirtuadas de cristianismo en la Iglesia que no tienen a Jesucristo en el centro, ni encajan con el Evangelio. La primera expresión de mundanidad espiritual, una fe encerrada en el subjetivismo, parece que se corresponde con la teología de los que apuestan por una reforma rupturista que haga surgir una Iglesia nueva para nuestro tiempo. La segunda expresión de mundanidad espiritual, el neopelagianismo autorreferencial y prometeico, parece que coincide con la teología de los que rechazan la renovación que supone el Concilio Vaticano II en la Iglesia actual.
Seguramente podemos comprender mejor ahora el motivo por el que cuesta tanto esfuerzo un auténtico dinamismo evangelizador en la Iglesia del tercer milenio. Cuando Cristo no está en el centro de nuestras vidas, nos ponemos nosotros en el centro y es entonces cuando surgen formas desvirtuadas de cristianismo, propias de una Iglesia de mantenimiento y autorreferencial.
Estoy convencido que no has oído hablar de la teología de la improvisación, mucho más sutil que las anteriores pero que también puede suponer una barrera que hoy debemos sortear.
En los últimos años nos ha tocado tratar con asociaciones, grupos y realidades eclesiales muy diversas, en diferentes partes de nuestra geografía, y lo que nos hemos encontrado es que normalmente, aún donde las cosas caminan mejor, se dan una serie de fenómenos que parecen repetirse en todas partes que son la causa de por qué andan tan mal las cosas que andan bien. Situaciones que casi con total seguridad encontraremos donde las cosas andan mejor y que son las causantes de que las cosas anden tan mal.
Cuando se trata de emprender la tarea de una nueva evangelización, en el mejor de los casos vemos una serie de problemas que tienen algo en común: la improvisación. La falta de visión, de un propósito claro, de unas prioridades y de una planificación, suelen formar parte de nuestras realidades diocesanas cotidianas. En la Iglesia todo parece estar organizado para saciar una sed que no existe, y nada organizado para despertar esa sed. También descubrimos lo que podríamos llamar la pastoral de papel; planes pastorales elegantes que demuestran que hablar de nueva evangelización hoy está de moda, pero que se queda sobre el papel porque todavía no estamos dispuestos a reestructurar las diócesis, de manera que la infraestructura sirva a la misión, y seguimos condicionando la misión de la Iglesia a la infraestructura actual.
Cuando me enfrento a un reto, lo primero que hago es orar; después, planificar. Sin un plan, no hay manera de llegar donde hace falta llegar. Los grandes líderes, como Nehemías, son expertos planificadores. Dice san Pablo a los corintios que “Dios no es un Dios de desorden sino de paz” (1 Cor 14,33). Los líderes emplean tiempo para pensar, se preparan para las oportunidades porque saben que no planificar es lo mismo que planificar un fracaso (cf. Neh 2), se fijan una meta, saben prever los problemas, pero siguen adelante a pesar de sus propios temores, calculan el precio y siempre están dispuestos a pedir ayuda a otros porque saben trabajar en equipo.
Muchas veces me he encontrado con sacerdotes y agentes de pastoral que no habían planificado lo suficiente porque, según ellos, confiaban en la divina Providencia. A veces corremos el riesgo de disfrazar nuestra pereza o falta de diligencia con un ropaje espiritual. Pretender que sea Dios quien haga la parte que nos corresponde a nosotros, podría ser la antesala de un conformismo que apunta a la mediocridad espiritual. “Trabaja como si todo dependiera de ti y ora como si todo dependiera de Dios”, decía san Agustín.
Otra manifestación de la teología de la improvisación es el funcionalismo. El papa Francisco habló de ello en su discurso al CELAM durante la JMJ del año 2013 en Brasil, como una de las tentaciones contra el discipulado misionero. El funcionalismo es la reducción de la Iglesia a una mera transacción o comercio, donde “lo que vale es el resultado constatable y las estadísticas” como afirmó el papa Francisco.
«La Iglesia es institución pero cuando se erige en "centro" se funcionaliza y poco a poco se transforma en una ONG. Entonces, la Iglesia pretende tener luz propia y deja de ser ese "misterium lunae" del que nos hablaban los Santos Padres. Se vuelve cada vez más autorreferencial y se debilita su necesidad de ser misionera.» (Palabras del papa Francisco en el encuentro con el Comité de Coordinación del CELAM en el Centro de Estudios de Sumaré, Río de Janeiro, Brasil, en el último día de la JMJ Río 2013).
Es momento de recuperar el centro y de volver a las fuentes, de manera que Jesucristo pueda ser anunciado y presentado con pasión a esta generación que clama en silencio. Solo una Iglesia que sea fiel al Evangelio y que salga del centro para que Cristo sea el único centro, tendrá autoridad y credibilidad para ser escuchada por este mundo que anhela encontrar el camino, la verdad y la vida.
Fuente: kairosblog.evangelizacion.es