Ayer 1 de junio fue el 28 de lyar del calendario hebreo, día en el que nuestros hermanos mayores judíos, como gustaba de llamarles el Beato Juan Pablo, celebran el Yom Yerushalayim, o Día de Jerusalén. Lo que los israelíes celebran tal día como el de ayer es el control de la ciudad en 1967. Y en dicha fecha se dan cita la fiesta nacional israelí, y con ella, una fiesta religiosa decretada por el Rabinato de Israel en agradecimiento a la reunificación y en conmemoración de los cerca de dos mil años de la oración que realizaban todos los judíos en las ocasiones especiales y que rezaba como sigue: “el año próximo en Jerusalén”.
Jerusalén, cuyo significado podría ser el de Ciudad de la Paz (Uru Shalom), ha sido paradójicamente una ciudad que apenas ha conocido tan bella y apacible situación en su larga historia, como bien sabe el lector del Evangelio.
Jerusalén fue conquistada por el Rey de reyes judío que no es otro que David en algún momento entre los años 1005 y 999 a.C.. Se llamaba entonces Jebus, y era la capital de los jebuseos. Salomón, hijo del anterior construye en ella el monumento que le dará razón de ser en adelante: el Templo. En el año 587 a.C. sufrió la conquista y destrucción del rey caldeo Nabucodonosor II, y el exilio de sus hijos hasta que en el 537 a.C. el rey persa Ciro pusiera fin al Imperio caldeo y permitiera a los cautivos judíos volver a la ciudad patria y reconstruir el Templo. Tras no pocas vicisitudes ninguna de las cuales relacionadas con otra cosa que no fuera la guerra, en el año 67 a.C. fue conquistada por el romano Pompeyo. En el año 30 (o 33) consintió el ominoso espectáculo de la crucifixión del más ilustre de sus hijos, lo que pagó con el precio de la definitiva división entre los judíos que creyeron en él y los que no creyeron. En el año 70 d.C. conoció estupefacta la destrucción del Templo. En el año 135 d.C. la conquista del Emperador español de los romanos Adriano supuso la definitiva expulsión de los judíos de la ciudad y la fundación sobre sus ruinas de una ciudad de nueva planta y prácticamente repoblada, Aelia Capitolina. En el año 638 fue conquistada por los árabes e islamizada. Conoció dos breves períodos de dominación cristiana en la época de las cruzadas, hasta que en 1244 el kurdo iraquí Saladino la reconquistara definitivamente para el islam.
Y el 1 de junio de 1967, tras la breve guerra conocida como de los Siete Días, fue incorporada al naciente estado israelí, que apenas tenía veinte años de edad, para convertirse, nada menos que dos mil años después, una vez más en su capital.
Jerusalén es hoy día objeto de una justificada reclamación islámica, la de los palestinos que quieren convertirla en parte del territorio de su aún inexistente estado. No menos racional y justificada es la reivindicación que de sus muros y de su historia realiza el pueblo judío, que también tiene derecho no sólo a su existencia, no extinguida a lo largo de dos mil años de exilio, ¡ahí es nada!, sino también a contar con un estado propio en los territorios unidos a su historia, y a que ese territorio incorpore en uno modo adecuado su ciudad santa. En su día Yasser Arafat desperdició una oportunidad gigantesca de que dos estados condenados a entenderse compartieran capital. La oportunidad fue extraordinaria, pero no irrepetible. Es absolutamente necesario un esfuerzo de imaginación y de generosidad para que una parte y otra ofrezcan a la ciudad un status que le permita conocer la ansiada paz que le da nombre, como si fuera para recordarle que algo que se llama así, paz, existe aunque no la haya conocido nunca. Y que colme las aspiraciones justas de dos pueblos que están condenados a convivir, aunque muchos de sus componentes no quieran aceptarlo. Ojalá ello ocurra y nuestros ojos lleguen a verlo.
Si bien ya no “el año que viene en Jerusalén”, a lo mejor los judíos y el mundo entero ha de seguir rezando: “el año que viene, paz en Jerusalén”. Para que igual que se cumplió el primero de los deseos, se cumpla también el segundo.