Esta es la historia de tres árboles que estaban en la colina de un bosque. Hablaban acerca de sus sueños y planes de futuro.
- "Algún día seré cofre de tesoros. Estaré lleno de oro, plata y piedras preciosas. Todos verán mi belleza". - dijo el primer árbol.
El segundo árbol dijo: "Algún día seré un gran barco donde viajen los más grandes reyes y reinas a través de los océanos. Todos se sentirán seguros por mi fortaleza y mi poderoso casco".
Finalmente, el tercer árbol dijo: "Yo quiero crecer para ser el más alto de todos los árboles en el bosque. Así estaré cerca de Dios. Seré el árbol más grande de todos los tiempos y la gente siempre me recordará".
Durante años, los tres árboles anhelaron con todas sus fuerzas que sus sueños se convirtieran en realidad.
Un día, un leñador los taló y se los vendió a unos carpinteros. Con el primer árbol hicieron un cajón de comida para animales, y fue puesto en un pesebre y llenado con paja. Se sintió muy mal pues eso no era lo que él había soñado y deseado tanto. El segundo árbol fue cortado y convertido en una pequeña barquita de pesca, y fue puesto en un lago. Sus sueños de ser una gran embarcación habían llegado a su fin. El tercer árbol fue cortado en largas y pesadas tablas y lo abandonaron en la oscuridad de un almacén.
Al verse así, los tres árboles sintieron que sus planes habían fracasado definitivamente. Sin embargo, una noche, José y María llegaron al establo y pusieron al Niño Jesús en el pesebre. Entonces el primer árbol descubrió que había contenido el mayor tesoro de la humanidad. Años más tarde, Jesús y algunos discípulos subieron a la pequeña barca para cruzar el lago de Galilea. Durante la travesía, una gran tormenta se desató y el árbol pensó que no sería lo suficientemente fuerte para salvarlos. Pero Jesús se levantó y calmó la tempestad. Y el segundo árbol descubrió que llevaba al Rey de todos los reyes y Señor de señores. Finalmente, alguien cogió dos de las tablas que estaban en el almacén y sobre ellas crucificaron a Jesús. Cuando llegó el domingo, Jesús resucitó y el tercer árbol sintió que había estado más cerca de Dios de lo que nunca pudo imaginar y que siempre sería recordado por todas las generaciones.
El Señor envía a los leñadores de la vida y podemos pensar que nos ha dejado de amar, que se ha olvidado de nosotros o que todos nuestros sueños y planes fracasaron para siempre. Sin embargo, nadie que nos ame de verdad nos dará aquello que no resulte lo mejor para nosotros, aunque no lo entendamos a primera vista. Los padres aman a sus hijos, no porque les dan todo aquello que sus hijos desean, sino porque les entregan lo que ya saben que realmente les va a ayudar a su debido tiempo.
Hay un texto en los primeros capítulos del libro del Génesis que nos suele sorprender y que inicialmente podría hacernos dudar del amor de Dios (Gen 3,22-24). Adán y Eva han comido del árbol prohibido por Dios, el único de todo el jardín, el árbol del conocimiento del bien y del mal. Son expulsados del jardín de Edén, de manera que no puedan llegar a comer del árbol de la vida y vivan para siempre. ¿Puedes ver aquí el amor de Dios cuando incluso llega a colocar unos ángeles y una espada llameante que les va a impedir el paso para que no puedan llegar hasta el árbol de la vida? Si el mismo Dios les había dado la vida, ¿cómo es que ahora les impide acercarse al árbol de la vida? ¿Les ha dejado de amar por desobedecerle y comer la manzana que no debían haber comido? ¿Se ha arrepentido de haberles creado y ya no desea que tengan vida?
Si leemos más despacio el texto sagrado, nos percataremos de que es precisamente el gran amor de Dios lo que destaca en este capítulo. Adán y Eva ya conocían el pecado tras haber comido el fruto prohibido, se les habían abierto los ojos y ahora se daban cuenta de que estaban desnudos; es decir, tenían conocimiento del bien y del mal. Si Dios les hubiera permitido comer del árbol de la vida, hubieran vivido para siempre en ese estado en el que ahora se encontraban. Hubieran vivido eternamente caídos en el pecado, eternamente pecadores; de esta manera habrían perdido el paraíso para toda la eternidad, sin opción para volver a él. Pero el Señor que no había dejado de amarles a pesar de su pecado, les impidió comer del árbol de la vida para que aún tuvieran la oportunidad de volver al paraíso perdido. Tenían que morir para renacer de nuevo y aunque la muerte no podamos entenderla plenamente, nos damos cuenta que es un regalo de la gracia porque "si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12,24).
En varios momentos de mi propio camino he vivido con inquietud y cierta ansiedad por alcanzar el mañana, sin ser capaz de acoger el presente y vivir agradecido a Dios por todas las cosas. Pero he tenido que recordar una y otra vez que en la vida hay tiempo para todo, y que todo es don y regalo de la gracia, aunque se presente en forma de leñador o de espada llameante que me cierra el paso. Existe un tiempo de nacer y un tiempo de morir, tiempo de plantar y tiempo de arrancar, tiempo de llorar y tiempo de reír, tiempo de hacer duelo y tiempo de bailar, tiempo de abrazar y tiempo de desprenderse, tiempo de buscar y tiempo de perder, tiempo de callar y tiempo de hablar (Ecl 3,1-8). Es Dios quien dispone de todo para que lo vivamos y lo procesemos con fruto abundante.
Si estás pasando por un momento de duelo no te preocupes de reír porque también llegará. Si estás viviendo un tiempo de alegría vívelo con intensidad y no te olvides de tener un corazón agradecido que sepa reconocer de dónde viene el favor y la gracia. Simplemente vive el hoy que el Señor te regala en este momento porque "este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo" (Sal 118,24).
Sea lo que sea que estés viviendo ahora, nunca dudes del amor de Dios por ti que le llevó incluso a entregar a su propio Hijo. Solo déjate amar y atrévete a mirar al Señor cara a cara, como un hijo a su padre. En cualquier circunstancia, eres infinitamente amado; más allá de lo que te suceda en la vida. "Eres precioso ante mí, de gran precio, y yo te amo" (Is 43,4). Como afirma el papa Francisco: "Para Él realmente eres valioso, no eres insignificante, le importas porque eres obra de sus manos" (Christus vivit 115).
El amor de Dios nunca es triste, siempre es alegría que se renueva cuando nos dejamos amar por Él: "El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador; se alegra y goza contigo, te renueva con su amor; exulta y se alegra contigo" (Sof 3,17).
Fuente: kairosblog.evangelizacion.es