Personalmente, no hallo la menor dificultad en entender que alguien pueda declarar con toda sinceridad que no cree en Dios. O que las dudas sobre la existencia de Dios atenacen su pensamiento o, como en el caso de nuestro irrepetible Unamuno, representen para él un verdadero infierno existencial.
Lo que de ninguna de las maneras consigo entender es que desde el ateísmo se lancen los ataques furibundos que, desgraciadamente con cada vez mayor frecuencia, vemos desencadenar por todas partes contra las personas que sí creen en Dios o profesan una religión. Un espectáculo que se me hace tan incomprensible y pesado como el de esos jovencitos, normalmente enmascarados, que con todo el odio reflejado en la escasa superficie de cara que asoma tras el pasamontañas o el antifaz, se afanan lanzando piedras cuando no cócteles molotov, quemando neumáticos cuando no el entero autobús, o haciendo barricadas cuando no verdaderos carros de combate, y todo ello, asómbrense Vds.... ¡en nombre de la paz!
Mal está, muy mal, que en nombre de un dios se combata y se ataque a los que creen en otro dios nominalmente diferente. Pero atacar a los que creen en Dios en nombre del No Dios, no sólo es que esté mal, es que es absurdo hasta la estulticia. Es tan absurdo como que a la salida de los partidos de fútbol se amontonaran las personas a las que el fútbol no les gusta para acosar a los futboleros. O, por seguir con el ejemplo, como que a la salida del Bernabéu, estuviera esperando un grupo de personas para quemar camisetas del Real Madrid o agredir a sus jugadores, no por ser de otro equipo diferente, -lo que ya estaría muy mal-, sino, sencillamente, porque no son aficionados.
Las manifestaciones que vemos por doquier en muchos países de occidente, y muy particularmente en España, atacando imágenes, tratando de cerrar iglesias, mofándose de los rituales religiosos, o molestando en cuantas maneras se les ocurre a los fieles de alguna religión -para llamar a las cosas por su nombre, a los de la religión cristiana-, no son propias de quien simplemente no cree en esas cosas, a quien bastaría con acercarse a ellas o con la curiosidad de quien no las conoce, o con la indiferencia de quien no las comparte. Es propia de quien se siente molesto porque quiere reemplazarlas. Y no significa no profesar una religión, sino profesar otra diferente; pero no, en modo alguno, la del ateo convencido y sincero que simplemente “no cree en Dios”, sino la del ateo militante que sólo cree en su propio dios, al que engañosamente llama No Dios, y del que no debemos esperar nada que no se parezca al más riguroso dogmatismo, el más agresivo fanatismo, la más férrea intransigencia y la más peligrosa de las inquisiciones.
Nada tiene que ver un verdadero ateo (o agnóstico) con estos ateos de pandereta, o por llamarles por su verdadero nombre “de metralleta”. Y con toda probabilidad, han se ser muchos los que, desde el verdadero ateísmo, no sólo renieguen de este ateísmo de metralleta, sino que incluso se aterroricen ante él. Razones no han de faltarles, aunque sólo sea porque cuando sus supuestos hermanos de pensamiento hayan acabado con los creyentes de un dios, llámesele como se quiera, y hayan implantado su No Dios, no dudarán en revolverse contra ellos, hasta que, sometidos, hinquen la rodilla ante la nueva deidad, la deidad del No Dios, convertida ahora por mor de las circunstancias en “la que Dios manda”.