Aquella primera homilía de Juan Pablo II, al inaugurar su pontificado, el 22 de octubre de 1978, fue un verdadero revulsivo para la vida de la Iglesia, un empuje, un vigor, una fuerza incontenible.
Sus palabras sobre Cristo se pueden definir, muy bien, como kerygmáticas: el anuncio central de Jesucristo. Y como la santa Pascua del Señor es el tiempo del kerygma, del anuncio del Señor resucitado, centro y vida de la Iglesia, centro y vida del hombre y de todo hombre, las volvemos a traer aquí.
Son palabras poderosas, pronunciadas con contundencia.
Son palabras para ser conmovidos, zarandeados, por la fuerza del Espíritu Santo.
Son palabras proféticas que inauguraron una nueva etapa en la vida de la Iglesia.
Son palabras que hoy igualmente pueden cuestionarnos.
¿Nos abrimos interiormente a este anuncio? ¿Las acogeremos como si fueran la primera vez que las oímos y las leemos?
Nuestro tiempo nos invita, nos impulsa y nos obliga a mirar al Señor y a sumergirnos en una meditación humilde y devota sobre el misterio de la suprema potestad del mismo Cristo.
El que nació de María Virgen, el Hijo del carpintero – como se le consideraba –, el Hijo del Dios vivo, como confesó Pedro, vino para hacer de todos nosotros «un reino de sacerdotes».
El Concilio Vaticano II nos ha recordado el misterio de esta potestad y el hecho de que la misión de Cristo –Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey– continúa en la Iglesia. Todos, todo el Pueblo de Dios participa de esta triple misión. Y quizás en el pasado se colocaba sobre la cabeza del Papa la tiara, esa triple corona, para expresar, por medio de tal símbolo, el designio del Señor sobre su Iglesia, es decir, que todo el orden jerárquico de la Iglesia de Cristo, toda su "sagrada potestad" ejercitada en ella no es otra cosa que el servicio, servicio que tiene un objetivo único: que todo el Pueblo de Dios participe en esta triple misión de Cristo y permanezca siempre bajo la potestad del Señor, la cual tiene su origen no en los poderes de este mundo, sino en el Padre celestial y en el misterio de la cruz y de la resurrección.La potestad absoluta y también dulce y suave del Señor responde a lo más profundo del hombre, a sus más elevadas aspiraciones de la inteligencia, de la voluntad y del corazón. Esta potestad no habla con un lenguaje de fuerza, sino que se expresa en la caridad y en la verdad...¡Hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad!
¡Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la humanidad entera!
¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura. de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce «lo que hay dentro del hombre». ¡Sólo El lo conoce!
Con frecuencia el hombre actual no sabe lo que lleva dentro, en lo profundo de su ánimo, de su corazón. Muchas veces se siente inseguro sobre el sentido de su vida en este mundo. Se siente invadido por la duda que se transforma en desesperación. Permitid, pues, – os lo ruego, os lo imploro con humildad y con confianza – permitid que Cristo hable al hombre.
¡Sólo El tiene palabras de vida, sí, de vida eterna!
Este anuncio, si se acoge, nos puede transformar. A nosotros, sí, pero también transformar las conciencias adormecidas, la vida pastoral de la Iglesia que se ve secularizada en sus acciones; transformar la presencia pública de los católicos en la vida social, cultural, artística... Sería una traición a Cristo escondernos en las sacristías y no salir a la plaza pública.
¡Cristo!
Cristo es Aquél a quien necesitan los hombres. Porque sólo Cristo sabe y conoce lo que hay en el interior de cada hombre, su sed y sus búsquedas.