Cuando ayer hablaba del restablecimiento de la abstinencia de carne en el Reino Unido, después de veintisiete años de haber sido sustituída por otras formas de mortificación, de sacrificio, o de privación, llámese como se quiera, un amable lector, por cierto, fiel seguidor de esta columna y muy certero en sus apreciaciones, Jonás, dejaba en el casillero el siguiente comentario:
“No alcanzo a entender la necesidad de incorporar, o en el caso nuestro, de mantener, tradiciones tan, perdón la expresión, “absurdas”. No comer carne y controlar la ingesta de alimentos creo que no conduce a nada. Ninguno de nosotros será mejor o peor por cumplir esas costumbres que por no hacerlo.
Pienso que el objetivo que debe perseguir toda religión, es el bien común, así mismo y a los demás, el amor y la armonía social. Las costumbres citadas no aportan nada”.
Yo no pretendo afanarme aquí en convencer a Jonás ni de la bondad ni de la conveniencia de llevar a cabo este tipo de prácticas basadas en la privación. Pero sí me gustaría, al hilo de su comentario, hacer yo también algunas aportaciones que, si quieren, pueden llamar Vds. accesorias o tangenciales, en cuanto no referidos en sí a la esencia de la cuestión, sino más bien a aspectos adyacentes a la misma.
El primero de ellos se refiere al paralelismo que, al respecto, cabe establecer con otra religión, una de cuyas prácticas más conocidas es precisamente ese ayuno elevado al rango de pilar fundamental de la misma: me refiero a la religión islámica y al ayuno que los musulmanes practican en el mes de ramadán. Pues bien, una de las cosas que más llama la atención a cuantos tienen ocasión de entrar en contacto de alguna manera con el mundo islámico, y que los propios practicantes de esa religión ensalzan y fomentan cuando practican el ayuno, es, precisamente, el espíritu corporativo, de solidaridad, de unión “invisible”, que la práctica al unísono de ese ayuno provoca, y paradójicamente “alimenta”, en el seno de la comunidad. Algo a lo que, precisamente, se refieren los obispos británicos ayer cuando resaltan que “los obispos desean restablecer la practica de la abstinencia de carne en viernes en las vidas de la feligresía como claro y distintivo signo de su propia identidad católica”.
Pero no quiero quedarme sólo en este aspecto de la cuestión. Me llama la atención cómo las prácticas basadas en el ayuno y la abstinencia no son superadas ni aún por aquéllos que presumen de haber rebasado ampliamente el concepto mismo de la religiosidad, o de militar en el grupo de los más descreídos del mundo. Porque ¿qué es un régimen alimenticio, ora por razones estéticas, ora por razones higiénicas o médicas, sino una forma modernizada de ayuno? ¿Qué son determinadas costumbres ampliamente arraigadas en las sociedades modernas, tales como el vegetarianismo(*) y otras, sino formas más o menos sofisticadas o disfrazadas de abstinencia?
Y aún diría más: mucho más estrictas que la que impone la propia religión cristiana, que, en este sentido, se muestra bastante laxa por comparación a las que impone cualquiera otra religión, incluídas las tan actuales basadas en la existencia del No-Dios.
Se trata, desde luego, de otro enfoque de la cuestión. No el más importante, pero sí otro enfoque suscitado, en este caso, por un comentario certero. Una de esas cosas maravillosas que propicia este modo de comunicación absolutamente interactivo que es la prensa digital.
(*) Tengo la convicción de que a la costumbre de comer vegetales debería llamársele “vegetalismo”. Como tengo, también, la convicción de que el “vegetarianismo” debería ser la costumbre de comerse vegetarianos, que no existe costumbre más propia de los carnívoros, en este caso, además, antropófagos. Y todo ello, de idéntica manera a como un lugar en el que se venden flores debería ser (como, por otro lado, lo era antes) una “florería”, y no una “floristería”, que debería ser el lugar donde se vendieran floristas. Pero en fin, dejémoslo así, puesto que así viene impuesto por el uso, y así nos entendemos todos, que es de lo que finalmente se trata.