Era la primavera de 1989. La luz entraba con toda su fuerza en la clase de 5ºB y reposaba, dulcemente, sobre las hojas y las flores de la gigantesca planta que velaba, desde lo alto, en el alféizar de la ventana, por todos los alumnos.
 
Yo era un estudiante corriente en lo académico y bastante pillastre y no entraba en el lote. Me refiero al reparto de esquejes que, hacia el mes de mayo, realizaba don Ramón a quienes habían obtenido buenas notas o habían destacado por su buen comportamiento. Eligió a los merecedores de tal distinción y les dio el plazo de una semana para llevar una maceta con tierra.

La mayoría de ellos lo hizo sin demora, atendiendo a las indicaciones del profesor. Sin embargo, hubo uno que se retrasaba, a pesar de que cada día, don Ramón se lo recordaba. Y la pereza dictó su sentencia: el primero que acudiera con una maceta a recogerla, se la llevaría.

A mí aquella planta me gustaba mucho. No sé si por el verde intenso de sus hojas, o porque era muy grande, o porque, no sin cierta envidia, hubiera deseado ser merecedor del esqueje. Me propuse, ya que no había estado entre los más estudiosos ni entre los más disciplinados, ser al menos, el más espabilado. Pero la primera tarde, al llegar a casa, se me olvidó comentarlo a mis padres. Y la segunda también. Hubo suerte. Nadie se adelantó. Pero a la tercera fue la vencida. Volví a casa muy contento.
 
Llegó, mal que bien, a casa aquella tarde. Era apenas, un pequeño tallo, con una o dos flores. Mi padre, que de joven dedicaba ratos a cuidar de una huerta, se encargó de buscarle un sitio luminoso, donde poder crecer.

Pasaron los días y mi entusiasmo inicial por la planta fue decreciendo. Pero no el de mi padre, que la defendió de los veranos de infierno en Madrid, de la voracidad de las palomas, de nuestro despiste en los días en que no estaba y no regábamos…


Hubo un tiempo en que tanto la casa donde vivíamos en Madrid como en nuestro refugio de verano en el norte, todo estaba lleno de plantas que a nosotros nos gustaba llamar las bisnietas y tataranietas de aquella primera. Pero también, por diversos avatares, estuvimos un año a punto de perderlas todas.

Hubo un año que, a la vuelta de verano, tan sólo quedaba un tallo pequeño, casi seco, picoteado por las palomas, que en nada hacía recordar al esplendor de la gran planta de mi clase. Le quitamos las hojas muertas y lo humedecimos durante varios días, hasta que volvió a sacar raíz. Y, envuelto en papel mojado, a la primera oportunidad, lo llevamos al otoño norteño para que la humedad y la buena tierra hicieran su parte. Y todo volvió a la normalidad.

Han pasado los años. Dos, cinco, quince, veinte... Mi padre sigue cuidando a las descendientes de aquél esqueje.

El esfuerzo, el tesón, la paciencia y el cariño fructificaron e hicieron posible el milagro cotidiano de tener, lustro tras lustro, la casa llena de… ¿No lo he dicho? Pues sí. Estas plantas, con sus preciosas flores, se llaman alegrías. Y no es casualidad.

Porque para llenar una casa de alegrías hacen falta esas virtudes y muchas más.

Porque todo puede empezar en una ilusión, pero se necesita un amor maduro y entregado para que fructifique.

Porque hay más alegría en dar que en recibir.

Porque aunque la mayor alegría de todas no la merezcamos, si la buscamos, la encontraremos.